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Pablo Pineda

La mala escuela

El PSOE, en su deriva, ha llegado por fin a puerto, mas no al de esa tierra prometida, ni siquiera avistada en su travesía, que materializa la utopía que persigue desde su partida, allá por el 2 de mayo de 1879, la de la luz de la libertad, la igualdad y la solidaridad plenas, sino al que prolonga, sin que se perciba cambio cromático alguno, las aguas tenebrosas por las que ha navegado en los últimos tiempos, décadas, incluso, la oscuridad. La dársena es sombría, tétrica, sin más música que el estruendo del doloroso y vergonzante aplauso de los burgueses, de la derecha, de los de arriba contra cuyos privilegios se rebela, de aquellos contra los que nunca ha cabido (ni cabrá) otra actitud por parte del socialismo, como ya proclamara el fundador del partido del puño y la rosa, Pablo Iglesias Posse, que la de la guerra constante y ruda, nunca la de la benevolencia (y menos ante la indecencia de su corrupción) que irradia la abstención que ha abocado a un nuevo Gobierno del PP. Éste es el triste desenlace de una formación que perece víctima de su propio ego, de la mala escuela, que se impone, que prevalece sobre la buena, la original, la que, a diferencia de la otra, no tiene más principio ni fin que la labor transformadora. No es otra que la misma de siempre, inherente a la condición humana, la del poder, que corroe, que, en su perversión, como cenit de su impudicia, le ha arrebatado hasta la democracia.

Ahí radica el cáncer del PSOE, en esa abominable elevación que convierte en elite, que ciega, a quien ha de defender a los de abajo, en esa cultura del pesebre de la que es rehén y que se extiende como la peor de las epidemias entre unos dirigentes socialistas que acaban afanados en perpetuar su statu quo, su sillón, porque no les queda otra (hasta se declaran, como José Blanco, poseedores supremos de una palabra que es colectiva), y dejan, en ese preciso instante, de ser reconocibles como tales para tornarse en ruinas de lo que fueron (si es que fueron). Lo ocurrido desde el lamentable Comité Federal del 1 de octubre no es, en este punto, ni mucho menos, un hecho aislado, sino una nueva manifestación, otra más, de esa enfermedad que arrastra desde muy atrás y que va camino, ante tal gravedad, de entrar en fase terminal. Ésta, y no otra, es la única ventura posible para una formación que, en su desvarío, ha caído en la comodidad de la autocomplacencia por conquistas pretéritas, como el estado del bienestar (del que olvida que no es acreedor exclusivo, pues fue fruto de aquel hermanamiento con las clases trabajadoras ahora caduco), que no supo adelantarse (ni legislar para evitarlos) a problemas que sobrevenían con la crisis como los desahucios o la pobreza energética, que acepta, como cómplice callado, las reglas del juego de un sistema capitalista neoliberal que, en su pugna por ampliar la concentración de la riqueza, ya no halla un enemigo ferviente y redistribuidor en una socialdemocracia europea desdibujada, que ha renunciado al objetivo primigenio de la transformación de la sociedad para limitarse a una mera y mediocre adaptación a la misma, que, en definitiva, ha dejado de ser útil para una ciudadanía que, de manera lógica, le da la espalda.

No obstante, hay células positivas, muchas, las que manan de las zaheridas bases, de las firmes convicciones de aquellos que, pese a todos los males, no cesan de pegar carteles y llevar los principios del puño y la rosa puerta a puerta, campaña tras campaña, de cada concejal que se desvive en su pueblo sin pedir nada a cambio, sin remuneración alguna, de los que han optado por quedarse, conscientes de que si no lo hacen, si huyen, ganan los otros. Ésa es la esencia del socialismo y en ese fuerte arraigo reside su esperanza, con remedios sencillos, muy simples, como la tan nombrada (no aplicada) limitación de los mandatos orgánicos e institucionales a un periodo máximo de ocho años o la supresión total de hasta la menor puerta giratoria. Bastaría con eso para clausurar para siempre esa mala escuela, para ahuyentar a quienes, sin más oficio que ése, se acercan a la política con el único interés de servirse a sí mismos, apartados de ese ideal de vida que pintaba con el fino pincel de su retórica el desaparecido Marcos Ana cuando sostenía que “vivir para los demás es el mejor modo de vivir para mí mismo; vivo mucho en la felicidad de los demás”. Bastaría con eso para realzar la buena, la de la formación real y permanente del afiliado, que se haría más imprescindible, más vital, ante la perentoriedad del relevo y la continua necesidad de forjar nuevos liderazgos.

La militancia camina. Es la única que puede hacerlo, porque es, lo ha demostrado una vez más, lo mejor del PSOE, al igual que de España, como decía el poeta Antonio Machado, lo es el pueblo. “Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”, alegaba. Y así es también, fiel reflejo de ese entorno que es el país que tanto le duele, en el seno del puño y la rosa, donde el despertar de las bases, la indignación y el compromiso manifestado (y reforzado) en estos meses convulsos, ha de servir para rescatarlo de la decadencia, para zarandearlo de tal manera que la horizontalidad intrínseca a su propia naturaleza, la máxima expresión de la democracia, se instale como un bien crónico en sus entrañas, para que las Casas del Pueblo se abran desde ya (y nunca se vuelvan a cerrar) para debatir y participar en cada decisión trascendental, en especial, las relativas a las políticas de pactos y el diseño de los programas, para que, dado el caso, a corto plazo, si así lo marcaran todos (y no unos pocos) con su voto, lo que fue una abstención se convierta en una acción en otro sentido, quizás hasta para afrontar una nunca descartable moción de censura. De ese grito de desesperación, de que esa voz cargada de verdad sea escuchada, depende que la llama del socialismo se alargue, viva, hacia el mañana. Lo contrario no sería más que dilatar la agonía, sumirla en el nostálgico silencio del sepulcro.

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