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Pablo Pineda

La memoria, reparadora de la dignidad

El presente es el resultado, la consecuencia directa, del pasado. Sin conocerse el ayer no puede entenderse el hoy, como tampoco es posible evitar recaer en errores pretéritos si no se rememoran, si no se desentierran del olvido, las tragedias sufridas por quienes nos precedieron. Éste es el valor, la esencia, de la Historia. Esto es lo que la hace imprescindible, lo que la sitúa como una garantía de cara al futuro, como una luz de esperanza en un mañana mejor. Pues bien, en esa misma línea hay que situar a la Memoria Histórica, que no es más que un ejercicio reparador de la dignidad de quienes padecieron la cruel envestida de la intolerancia, de quienes fueron arrojados al anonimato de una fosa común como si de la basura más hedionda se tratara. Nadie persigue despertar el rencor. Eso sería renunciar a los principios de paz y convivencia que diferencian a los demócratas de los asesinos. Sería ponerse a la altura de quienes tanto detestamos los que creemos en las libertades y en los derechos humanos. Investigar el porqué de un fusilamiento y el lugar en el que fue abandonado el cuerpo no es una acción revanchista contra quienes, desde la sinrazón y el odio, mataron vilmente a sus hermanos, amigos y paisanos por el simple hecho de pensar de otra manera, de no plegarse ante la amenaza y la opresión. Recuperar los restos de un familiar desaparecido al alba nada más que tiene un cometido (y muy justo): otorgar el merecido descanso a una familia tras décadas de preguntas sin respuesta sobre el paradero de un ser amado.

Me entristece ver cómo los reductos, o los residuos, más rancios de esa derecha antidemocrática, fascista o reaccionaria, retratados en el pseudo sindicato Manos Limpias y en Libertad e Identidad a través de la denuncia interpuesta contra el juez Baltasar Garzón, no cesan en su empeño por no desempolvar el pasado. ¿Qué es lo que temen? Si la Guerra Civil y los cerca de 40 años de Dictadura del Caudillo bastan para delatarlos como culpables. No es ningún secreto la extensa lista de pruebas que certifican la sucesiva comisión de crímenes contra la humanidad. Todos los ciudadanos son conscientes, en mayor o menor medida, de esos episodios o, al menos, se lo imaginan. Nadie, a excepción de quienes prefieran ponerse una venda en los ojos para huir de la autocrítica, duda sobre esa realidad. Ahora no se trata de juzgar a los actores de tales atrocidades (y, aunque así fuera, qué más da, si ninguno vive para ser encarcelado), sino de saldar la deuda pendiente con las víctimas, de devolverles su nombre, su libertad, su memoria, de hacerlos inmortales a través del recuerdo de sus descendientes.

Pero lo más grave son las trabas de la derecha a la que considero democrática: el PP (más allá de que cobije, o no, en su seno a determinados fieles al régimen de Franco que, arrinconados por la transición, buscaran refugio en la antigua Alianza Popular, en lo que se podría catalogar más como un ejercicio de mera supervivencia política que como una militancia por principios y convicciones). Su oposición a todo lo relativo con la Memoria Histórica emerge como una clara muestra de los complejos de un partido que, tras más de treinta años, aún no ha sido capaz de liberarse del estigma de la ilegal Guerra Civil que derrocó al sistema de libertades construido en torno a la Segunda República, y la opresión posterior. Parece que les da miedo la exhumación de los miles de cadáveres dejados a su suerte en medio del campo por el fiero brazo ejecutor del franquismo, que ven la recuperación de esos huesos ignotos como una amenaza para sus intereses electorales. Y eso sólo tiene una explicación: se sienten culpables, no tienen la conciencia tranquila y, en consecuencia, aunque sea de manera implícita y sin desearlo, justifican la barbarie iniciada con el levantamiento del 18 de julio de 1936.

Como alegato, desde la derecha es habitual que se lancen sentencias como que “en ambos bandos se cometieron atrocidades” y se ponen como ejemplos las quemas de iglesias o las matanzas de Paracuellos, sobre las que piden que también se arroje luz para, de paso, desmitificar la emblemática figura de uno de los padres de la Constitución de 1978, Santiago Carrillo, el líder comunista que entonces encabezaba la Junta de Defensa de Madrid. No es más que una huida hacia delante. No pretenden que se investiguen esos hechos, por cierto, igualmente deplorables. Su estrategia es meramente disuasoria. Sólo persiguen sembrar la duda para que no se indague en el fondo de cuestiones que prefieren mantener en las cloacas más oscuras de nuestra historia. Su único objetivo es censurar cualquier desvelamiento de nuestro pasado. Ahora bien, mientras emplean esos argumentos también difuminan, supongo que de manera intencionada, su propia memoria, pues tan cierto como que caídos inocentes hubo en ambos bandos (no sólo en el republicano), es que en el nacional fueron muchos menos, sin olvidar que los del lado vencedor no sólo fueron enterrados en compañía de los suyos, sino que, además, fueron objeto de los máximos honores. Así, mientras unos eran tirados a la cuneta, otros pasaban a la posteridad enaltecidos como verdaderos héroes o mártires nacionales bajo la máscara de la propaganda más hipócrita y demente.

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