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Pablo Pineda

Menú degustación: flamenco hasta el amanecer

Menú degustación: flamenco hasta el amanecer

Gonzalo Serrano, al cante, y Juan José Obes, al toque, platos principales de la II Cena de Navidad de la Peña Candil Minero. José Luis Diéguez, Francisco Cumplido, José Manuel Rodríguez, Fernando de los reyes, carlos Romero, el postre. Arte por los cuatro costados

EL CAMPILLO. Un menú degustación especial, flamenco, el de la Peña Candil Minero de El Campillo. Los riotinteños Gonzalo Serrano, al cante, y el maestro Juan José Obes, al toque, fueron los platos principales de la II Cena de Navidad de una entidad que renacía en 2011 tras un paréntesis de dos décadas de silencio. Ya suena, con fuerza, con duende. Hasta altas horas de la madrugada, porque tras la comida quedaba el postre, suculento, caramelizado con las voces del Melón de Oro 2013, José Luis Diéguez Conde, del veterano presidente, Francisco Cumplido Orta, o del cantaor, de raza, José Manuel Rodríguez García. Las guindas, la guitarra de José Fernando Martínez de los Reyes y el cajón, las manos de oro para la percusión, de Carlos Romero Feria. Arte por los cuatro costados.

Medio centenar de personas lo saborearon. Era exquisito. Fandangos de la tierra, aires de Huelva, rumbas, alegrías, bulerías… se sucedían para deleite del paladar de unos comensales que, pronto, contagiados, embelesados, también se subirían al tablao, para dar rienda suelta a su afición, a su pasión por esta forma de vida, por esta esencia, por este patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. La fiesta era total. El flamenco se desbordaba por cada rincón. La lumbre del candil alcanzaba su máximo esplendor. La complicidad de todos no podía ser mayor. Cante, toque, bailes, risas… Momentos únicos, para recordar, que quedarán escritos en la memoria colectiva de una peña, de una familia que componen más de 180 socios.

La velada se alargó. El ambiente invitaba a ello. Todos querían participar. Los villancicos empezaban a resonar. Las fechas los sugerían, los reclamaban. El Candil Minero de El Campillo se tornaba en un completo coro en el que todos, sin excepción, iban al compás. Todos aportaban, ya fuera su voz, sus letras, sus palmas, su salero, su alegría. Las horas pasaban, pero todas eran pocas. Nadie se marchaba. Nadie quería hacerlo. Nadie se saciaba. Todos querían repetir un menú que se antojaba corto, escaso, porque el reloj se había parado, extasiado, cautivado por una noche que se erigía en una evasión, en una elevación hacia la felicidad. Las penas, la nostalgia, la melancolía, los problemas ya no estaban. Había flamenco, arte, nada más. Hasta el alba, hasta el amanecer.

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