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Pablo Pineda

La política municipal, un compromiso de cercanía

Quien accede a un cargo público como el de alcalde o concejal de un Ayuntamiento asume, por encima de todo lo demás, un compromiso de cercanía con los ciudadanos a los que representa, tanto con los que confiaron en él o ella mediante la emisión de su voto en la cita con las urnas como con los que optaron por otra fuerza política en el día de la democracia y la libertad por antonomasia. Ésa es la premisa fundamental (no la única) que tiene que cumplirse en la realidad para que pueda concluirse, sobre la base de los principios de la lógica, que un dirigente municipal camina por la senda correcta. Algo que se hace más patente aún cuando la referencia es un pequeño núcleo de población, un espacio en el que la práctica totalidad de sus habitantes se conocen e, incluso, se relacionan casi a diario, donde todos forman parte de la cotidianeidad del resto. Lo contrario, un tratamiento frío y distante, supondría una desviación por un abrupto y angosto carril inundado de una soledad autoimpuesta, una aventura hacia la nunca recomendable prepotencia que dejaría al regidor aislado, desprovisto de cualquier indicio de apoyo masivo. Sus paisanos, las personas con las que se cruza con frecuencia en la calle, en el mercado, en el teatro, en las cafeterías, en los pequeños comercios... le darían la espalda, rehusarían seguir su estela, avanzarían por su propia ruta, construirían su futuro al margen de los dictámenes de quien fue elegido para guiar el tránsito a unos mayores niveles de prosperidad, de desarrollo, de progreso, de felicidad.

La misión del político municipal no es otra que escuchar a su pueblo, los problemas, por diminutos que sean, que presiden sus inquietudes, su rutina, con el objetivo de acometer la búsqueda de la solución, siempre la más factible y beneficiosa para el interés general. El alcalde es el portavoz de los ciudadanos, el depositario de las esperanzas de quienes combaten, con el sudor diario de su frente, por eludir el callejón del éxodo rural en un laberinto de escasez de expectativas. Y como tal, debe ser accesible y consciente de su papel, de su función social, nunca privada. Es el intermediario ante las otras administraciones, las más lejanas de lo local, las que gestionan ese capital que las arcas de un Consistorio anhelan para promover la ejecución de las más modernas infraestructuras, los más excelsos jardines y las más vanguardistas instalaciones culturales y deportivas. Las dificultades, muchas veces, son tantas que quien padece su azote necesita una voz redentora, el cariño de alguien que le transmita su aliento en forma de optimismo. Un ‘no’ tajante, sin argumentos, se clava como un puñal para encender la llama del desamparo más absoluto e incrementar la desesperación del que sufre. Sin caer en la concesión de privilegios que, en consecuencia, mermen los derechos de la comunidad, cualquier negativa debe llevar aparejada una explicación elocuente y ecuánime de los motivos que la causan, así como, en el caso de que sea posible, una alternativa razonable que evite el freno a iniciativas que puedan redundar en un crecimiento del grado de bienestar.

Si plasma, con honestidad y honradez, estos principios irrenunciables y exigibles por todos, un edil puede tener su conciencia tranquila. Los frutos materiales dependerán de la capacidad de atraer inversiones de las administraciones provincial, autonómica y central e, incluso, del mundo empresarial, es decir, del volumen y el acierto en la gestión (el segundo pilar que determina, para bien o para mal, la calificación de un regidor). Pero el cumplimiento de ese primer requisito, el de la proximidad, puede compensar, en forma de confianza y hasta de admiración popular, la falta del otro, el de la efectividad, ya sea por inexperiencia o por la ausencia de calor procedente de instituciones amigas, o adversarias. Si se dan ambos factores, sobra afirmar que el desenlace es la ratificación en el poder, cuatro años después, con una mayoría absoluta o, al menos, amplia. Sin ese clima de empatía, de preocupación sincera, verdadera y amable por los problemas de los ciudadanos a los que se representa, en cambio, la reelección es una tarea compleja o imposible que sólo la concreción de una hornada de proyectos de gran envergadura sin precedentes, una utopía cuando el contexto es de depresión socioeconómica, puede propiciar en unos nuevos comicios. No obstante, la permanencia en una alcaldía no debe ser nunca el fin último, puesto que ello significaría la derrota, frente al interés particular, de la noble intención que marca los movimientos del buen político en sentido estricto: la mejora de las cosas. Sólo esta meta, el amor a un pueblo, legitima el aferramiento al cargo, una posición que emerge, en este sentido, como una nueva oportunidad para impulsar el crecimiento de una tierra.

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