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Pablo Pineda

Transición hacia la República

La Transición Española aún no ha acabado. No está cerrada todavía, porque no fue plena. Falta el último escalón, la última etapa, la meta: la República, la restauración del sistema de libertades derrocado por el ilegítimo, ilegal y despiadado régimen franquista y, con ella, la ineludible reparación de la dignidad de todas sus víctimas, de todas las que yacen en el anonimato de las cunetas. Ésa es la deuda pendiente que mantiene nuestro país con su memoria, con su historia. Entonces, entre 1975 y 1978, no era aconsejable saldarla. Había demasiado en juego. Cualquier paso en falso habría llevado de nuevo al abismo, a la oscuridad de la dictadura. No habría permitido salir de ella. Apostar por la República, reivindicarla como condición sine qua non, no habría culminado en su proclamación y sí habría conducido, sin embargo, y de manera inexorable, a perder también la democracia. Había que renunciar a algo por el bien de los consensos y ése fue el principio sacrificado por la izquierda responsable, por toda la izquierda, desde el socialismo de Felipe González hasta el comunismo de Santiago Carrillo, el que más había sufrido el ensangrentado látigo de la intolerancia y la sinrazón en los años de silencio, de silenciamiento o, más bien, de voz clandestina, de palabra perseguida.

La Monarquía era un mal menor y, como tal, fue aceptada. Se erigió en símbolo de aquel consenso, de aquella mano tendida, de aquel diálogo otrora impensable entre los herederos del fascismo y los hijos de los que perdieron la Guerra Civil, de los represaliados tras la derrota. Su pervivencia desde entonces es una muestra de agradecimiento, de respeto, a ese presupuesto papel clave, ya sea por convicción o por omisión, en la apertura de un nuevo tiempo democrático. Pero ya ha llegado la hora de una revisión profunda de esos acuerdos constituyentes. El contexto social y político lo urgen. No sólo por la proliferación de los nacionalismos, tanto de los periféricos, los separatistas, que encarnan CIU en Cataluña y el PNV en el País Vasco, por su inaceptable (por egoísta) órdago independentista en busca de prebendas, como del centralista, el español, su enemigo aliado... También por la crisis económica, sobre todo por ella, porque en ella, en su azote, en la desesperación que genera en la población, desahuciada, en el descontento generalizado, descansa, se alimenta el reaccionarismo de unos y otros.

La República Federal es la solución, la vía hacia una concertación, hacia un nuevo marco de consenso, necesario, de todas las fuerzas democráticas, hacia la libertad, hacia la unidad desde la diferencia, desde la pluralidad que define y que enriquece al conjunto del país, hacia la profundización del estado autonómico, de su modelo de solidaridad. Y hacia el cierre de los discursos oportunistas, de la hipocresía del enfrentamiento entre nacionalismos antitéticos que se retroalimentan, que simulan un duelo fratricida porque les beneficia, que enarbolan la bandera del odio mutuo porque a uno le da votos en el resto del territorio y a otros les garantiza el triunfo en los suyos propios, unos feudos inexpugnables para el otro por el maltrato al que lo somete desde Madrid. Porque Cataluña emerge como el peón que inmola el PP, como el débil que deja por el camino (como dicta su ideología) para asegurarse el resto del tablero (salvo el sur, que tiene mucho que decir, como aquel 28 de febrero de 1980, en la construcción del mapa territorial), el jaque mate central. Ése es su pacto de caballeros y así lo suscriben, con esa batalla virtual como medio, como cortina de humo, para darse el poder y la impunidad para recortar las conquistas sociales como fin, para imponer (ahora, con la coartada de la crisis) sus políticas económicas neoliberales, su austeridaje (el aniquilamiento del austero, del obrero).

El momento es inmejorable. El apoyo social está ahí. Es incontestable. La bandera tricolor, la prohibida, la que añade a la monárquica el violeta de la igualdad, la que pone a las personas por delante, ondea con fuerza en cada movilización, preside cada manifestación. Lo hizo el 15 de septiembre en Madrid y lo ha hecho en la última cita, la de la huelga general del 14-N. Ahora bien, la República Federal ha de levantarse sobre la solidez del pilar del máximo consenso, si es posible, de la unanimidad, para que sea estable, para que sobreviva a los vaivenes de los turnos en el poder. La derecha democrática, si la hay, por tanto, también ha de participar en su edificación, despojarse de sus complejos, del lastre que supone el monopolio del PP, la concentración bajo las siglas de la gaviota de todas las facciones del conservadurismo, de la influencia de esas alas extremistas que anhelan el retorno del caudillo, que lo veneran cada 18 de julio, de esa cadena que le impide condenar el franquismo, sus crímenes y recuperar la memoria histórica. Hoy estamos preparados para ese cambio, porque hoy, más que nunca, queda patente que somos de la calle, del aire puro, del viento, de la libertad, del campo sin puertas, de la ausencia de fronteras, porque, como dijo Tomás Meabe, “mi patria empieza en mí y acaba en ninguna parte”.

1 comentario

Berkeley -

Cuando hablas de nacionalismos periféricos se te olvida nombrar a ERC, BNG y a Bildu. No hay un nacionalismo español. Lo que hay es la nación española de donde somos todos. Somos nacionales, no nacionalistas. Cuando quieres una república federal, ésta se asentaría sobre la nación española, la única existente a día de hoy. El nacionalista es el que tiene aspiraciones soberanistas sobre un territorio del que ahora no es soberano. Eso no tiene ningún sentido aplicarlo a los que se oponen al independentismo desde Madrid, Badajoz o Huelva porque no aspiran a soberanía territorial alguna que ahora no tengan. Tu república federal seguiría siendo española y me temo que los secesionistas seguirían sin aceptarla por eso mismo. Esa solución ya se experimentó y no duró ni un año. Además ahora con las autonomías hay más traspaso de poderes territoriales que en repúblicas federales auténticas como Alemania. Este régimen no ha hecho otra cosa que traspasar poderes a las autonomías reconociendo su pluralidad y esto, lejos de amansar a la fiera independentista, la ha vuelto más agresiva. Yo soy el primero que firma la república mañana mismo para no aguantar más al Rey, pero la federal seguiría ahondando en la descomposición de España y la insolidaridad entre las regiones.