Chele, guardián del monte, alma flamenca
“Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Nunca perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción, yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón. Me gusta verlos pintarse de sol y grana, volar bajo el cielo azul, temblar súbitamente y quebrarse… Nunca perseguí la gloria. Caminante, son tus huellas el camino y nada más; caminante no hay camino, se hace camino al andar”. El poeta Antonio Machado lo recitaba. José Gómez Carrasco, Chele, lo hizo. Marcó las veredas, las protegió, las cuidó, las mimó, dejó sus trazos. Dibujó la senda, para dejárnosla en herencia, la del amor a su vida, al medio natural, al campo, y al arte, al flamenco. Ése es su legado, su ejemplo, el de la participación, la indignación y el compromiso social, el convencimiento de que pequeños gestos, de que cosas en apariencia diminutas pero enormes al unirse con otras, son capaces de transformar el mundo, el universo que nos rodea. Ése era su sueño, su obsesión, su pensamiento, el mismo que emana de las letras que siempre le acompañaban, el cante de ese grande con el que tanto se identificaba, de José Domínguez, El Cabrero, por el espíritu de rebeldía contra la injusticia que impregna a cada uno de los versos del maestro, del cantaor, y a cada una de las ideas y de las acciones de su más fiel seguidor, Chele, guardián del monte, alma flamenca, libertaria.
Todo ello, y más, trajo José Gómez Carrasco, Chele, a El Campillo, a la vieja Salvochea, a su hogar, al que arribó, como tantos otros, a la temprana edad de seis años. Desde Rosal, con sus padres, en busca de la prosperidad de la Cuenca, de una comarca en auge al ritmo del rugir incesante de los motores de una mina que no dejaba de extraer riqueza, sangre, cobre, del corazón de la tierra. Pero fue él quien, con los años, de puntillas, con el sosiego del silencio, con la humildad del anonimato, aportaría a los demás, a su pueblo, a su gente, a su paisaje y a su paisanaje, más dosis de bienestar del que perseguían a su marcha de ese municipio fronterizo en el que nació, del vientre de su madre, María, y de su padre, José El Pequeño, aquel, hoy más cerca que nunca, 27 de junio de 1951. Desde entonces, en estos lares, en los suyos, su figura es alargada, su estela, eterna, porque desde entonces, poco a poco, sin pausa, con su cuidada escritura, forjó con su inagotable pluma capítulos que de nuestra historia jamás serán borrados. Porque están plasmados en lo más profundo, en el origen, en las entrañas, de buena parte del tejido asociativo de nuestro pueblo, en el flamenco, en el de antes y en el de ahora, en la caza y en el deporte, en cada bocanada de vida que brota de ese ecosistema único bañado por las rojas aguas del Tinto y el Odiel.
Ésa es la esencia del tercero de cuatro hermanos, del tercero de esos cuatro niños (Dolores, María, él y Cristóbal) que crecieron en torno al negocio que regentaban sus padres, lo que hoy es el Bar La Muda. Ésa es la esencia de un estudiante brillante que se vio abocado a dejar los libros para trabajar en lo que saliera, en la construcción o, sobre todo, en la forestal, aquí y allí, en el sur y en el norte, en la Cuenca Minera y en Bilbao. Porque no eran tiempos de oportunidades. Porque eran tiempos de arrimar el hombro. Porque eran tiempos de sacrificio. Unos tiempos en los que Chele jamás se agachó, en los que se levantó, para transformar lo que no debía ser real. Porque le irritaba. Porque ese sufrimiento, esos pesares, las penalidades de los años oscuros, eran, encerraban, alimentaban, su esperanza. Unos tiempos en los que, alentado por su propia dedicación, se fraguó ese amor a la naturaleza, a la madre de todo, a ese campo que, para él, al igual que para El Cabrero, simboliza todo lo bueno, lo incorruptible, la pureza, la sabiduría, la verdad, la justicia, el equilibrio, la igualdad, la libertad, el aire, el viento, la revolución... Frente a la opresión, la mentira, el anonimato, la autodestrucción, la realidad contaminada de la ciudad, de lo urbano. El bien frente al mal.
El medio ambiente, ese contacto directo que disfrutó en sus años de retiro en el Zumajo, con su familia, con una rehala de perros de caza a la que cuidaba como si de una extensión de sí mismo se tratara, es la simiente, el pilar de su propia forma de entender el mundo, de su carácter metódico, de la vehemencia con la que defendía cada una de esas causas perdidas que él siempre ganaba. Por su corazón incansable, por la pasión con la que levantaba cada uno de sus proyectos. La misma pasión con la que tantas veces fomentó la cooperación, la participación, en un pueblo cuyo lema es Unidos Laboramos. La misma con la que, en su perseverancia, no cesó en su empeño por organizar, una tras otra, desde jornadas cinegéticas hasta exhibiciones de tiro con carabina, al plato, con rifle y escopeta al blanco. La misma con la que se implicó en entidades como el Risco de la Cruz de Traslasierra o la Verbena Popular de San Juan, El Pirulito. El mismo amor con el que, como precursor de la emblemática Peña Montera Salvochea, enalteció esa afición que es la caza, de la que apartó, con su esmero, con su esfuerzo denodado, con su persecución del furtivismo, con su protección del entorno, de la biodiversidad, esa sombra del desequilibrio natural que persigue, que acecha, a lo cinegético. Porque nos enseñó que caza y sostenibilidad no son conceptos antagónicos, sino complementarios, cómplices, inseparables.
Todo ese amor manaba de su ser, de ese corazón que, magnánimo e inmenso, siempre latió entregado, como un esclavo libre, a sus dos Sofías, su esposa, su compañera, y su nieta, fruto de su propia semilla, la misma que floreció en sus hijos Juan José y Ana Belén, la prolongación de su memoria, la extensión de una utopía, la suya, que nunca calló, que siempre compartió, por medio de ese libro de la vida en el que siempre creyó, del flamenco, y, dentro de él, de las páginas de El Cabrero con las que alumbró el Candil Minero. Porque, como canta el de Aznalcóllar, “nos enseñan a matar mucho más que a sembrar un árbol; y a los que nos rebelamos sólo nos queda gritar ¡ni guerra, ni dios, ni amo!” Chele siempre sembró, en cualquier tierra, por páramo que su suelo resultara. Por ello, aquí sigue, con su pueblo, con El Campillo, con Salvochea. Porque no se ha marchado. Porque jamás se irá. Porque, como reza su hijo Juan José, “el primer golpe de la guadaña implacable podrá segarte de la tierra. Pero aún sigo escuchándote en el alma cantando por soleá. Y cuando la lluvia del otoño levante el aroma de humus y jara, cómo no he de sentirte dentro de mí paseando por los campos. Mis manos de niño siguen moviendo las alas de los pájaros quietos. Y hasta que no lance otro golpe, la guadaña maldita, al centro de mi pecho, no podrá decir: ¡Vencí! El único cielo que conozco es el corazón de quienes nos amaron”. José Gómez Carrasco, Chele, guardián del monte, alma flamenca, de libertad, la que anida en su interior, en su espíritu trasgresor, la que porta su memoria.
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