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Pablo Pineda

La cultura, una esencia rechazada

La música, el cine, el teatro, la pintura y, salvo contadas excepciones, todas las demás manifestaciones de la cultura, ese elemento esencial para el desarrollo del ser humano, de su espíritu crítico, esa rama de la vida indispensable para la construcción de las almas, ese espejo en el que se refleja todo aquello que intenta ocultar la realidad y en el que se sumerge, en busca de la redención, de la evasión, un ciudadano apesadumbrado por una estresante rutina de dificultades, recibe, de un modo incomprensible, la espalda de los campilleros cuando llega a su tierra, el rechazo de los mismos que demandan un amplio programa que colme de contenidos la oferta del Teatro Municipal Atalaya. Sólo la máxima expresión de la voz del pueblo –después del ejercicio democrático del sufragio–, el carnaval, la fiesta de la sátira y el color, recibe el cálido manto de un público masivo en las butacas del moderno espacio escénico de El Campillo. El resto del año, éste permanece sumido en un silencio apenas despertado por las escasas personas que acuden a las no muchas películas, conciertos o representaciones teatrales que permiten las ajustadas arcas de un humilde Ayuntamiento.

Da igual el género artístico, la respuesta siempre es la misma: entre treinta y cincuenta personas que disfrutan de una actividad que, ante la falta de espectadores, cae en las sombras de la intrascendencia, ese universo siempre opuesto al que, en su origen, inspira la creación del arte, la máxima expresión de una estética que nace para ser contemplada, escuchada, saboreada, percibida, disfrutada con los cinco sentidos. No hay nada más oscuro, lóbrego, triste, que un Teatro vacío. El último episodio de estas funestas circunstancias, de esta trágica tendencia a renegar de un pilar básico como la cultura, lo cual amenaza con convertir a la localidad en un lugar de paso, en una ciudad dormitorio sin el lazo de la tradición como nexo entre sus habitantes, como elemento favorecedor de un sentido de pertenencia al grupo, se produjo con la puesta en escena, por parte de la compañía La Rueda Teatro, de la obra Las Habitantes, de Juan Ramón Utrera. Los actores, tras protagonizar una magnánimo ejercicio de sus dotes interpretativas, se marcharon del escenario con el sabor agridulce de un aplauso largo y merecido, pero incapaz de solapar el ineludible sentimiento de culpa, la frustración inevitable de quien, pese a su inocencia, cree no haber sido capaz de atraer el éxito tras días, semanas y meses de esfuerzo y dedicación.

Es una obra que, sobre los cimientos de una comicidad teñida de humor negro, reflexiona sobre la libertad –la misma que otorga la adhesión al rico ámbito de la cultura–, la búsqueda de la autonomía, de la independencia, emprendida por un ser humano que teme lo desconocido, al que le da miedo el hallazgo de algo mejor, la incertidumbre de no saber qué es lo que le espera tras los muros de la condena en la que yace, la misma pena que le tortura, pero que, al mismo tiempo, da un sentido a su vida, una razón de ser que no sabe si encontrará en el exterior. Y esto le aterra y bloquea todas sus maniobras de escape. Se trata, en definitiva, de una metáfora de lo que hoy en día es el maltrato, la violencia machista, una espiral de sufrimiento y dolor de la que, muchas veces, la mujer no se atreve a salir ante la que, para ella, emerge como una difusa alternativa, la de un mundo desconocido que aparece en su mente como amenazante. Sin embargo, fuera está la salvación.

La majestuosidad de esta esfera enriquecedora de la vida, la cultura, se aleja del pueblo campillero, inmerso, en consecuencia, en ese mismo ostracismo al que se habían visto abocadas las habitantes de Juan Ramón Utrera. Una circunstancia que debe llevar a las autoridades públicas municipales a una seria y urgente reflexión, con el firme objetivo de alcanzar un giro radical que ponga fin a este problema que nunca puede ser achacado a los precios –el coste de la entrada en taquilla era de sólo dos euros–. Entre las soluciones: movilizar a las múltiples asociaciones como canales de promoción, mediante, incluso, el regalo de pases entre los componentes de las mismas; incrementar de un modo notorio la información a la ciudadanía sobre el programa cultural local; y, en última instancia, reactivar el carácter participativo de una población solidaria y activa que parece haberse dormido en el contexto actual de la crisis socioeconómica que azota a la comarca minera.

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