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Pablo Pineda

“Jara del campo no llores, que su voz no se ha apagado”

“Jara del campo no llores, que su voz no se ha apagado”

La Peña Flamenca Candil Minero homenajea a su precursor José Gómez Carrasco, ‘Chele’, guardián del monte y alma libertaria, con una emotiva gala · ‘El Montero’ y una ronda de fandangos de cantaores locales, el cartel

EL CAMPILLO. Silencio. Mutismo. Total. Absoluto. Hermosura. Tanta que dolía, que desgarraba, que oprimía, que anudaba las entrañas de un pueblo que callaba para escucharlo, para percibir su presencia, la esencia de su lucha, el susurro de su voz en el suave, tenue, silbido del aire... Para ensalzar su memoria, no para rescatarla, pues nunca se ha perdido. Para no notar la ausencia de quien nunca se ha ido. Ésta era la bella y punzante estampa que se respiraba, que ahogaba a todo el Teatro Atalaya, en el homenaje que la Peña Flamenca Candil Minero de El Campillo rendía a su precursor José Gómez Carrasco, Chele, guardián del monte, alma libertaria, cante. Porque, como rezaba el fandango compuesto para él por el salvocheano José Luis Diéguez Conde, “jara del campo no llores; que su voz no se ha apagado; pregúntale a la retama; que lo vio junto al vallao; y por soleá cantaba”. Como los grandes. Porque está, porque no se ha marchado.

Las palabras no salían. Lo hacían renqueantes. Se abrían paso como podían. Germinaban como la azucena en primavera. Puras. Blancas... En forma de cante, el del veterano cantaor local y presidente del Candil Minero Francisco Cumplido Orta. Con la garganta rota por la falta de un compañero, por la impotencia de que “siempre se van los buenos”. La emoción era tensa, desbordante. El momento, excelso: toda una vida en unos segundos, en unos minutos. El tiempo se paraba, se detenía, con cada diapositiva, con cada fotografía de Chele, con cada muestra de su compromiso, de su amor a los suyos, al medio natural y al flamenco, con el que se levantaba contra la injusticia social. Con cada sonrisa. Todo ello sobre las tablas del Teatro Atalaya, donde estaba José Gómez Carrasco, en cada rincón, en cada letra, en cada mudez, en cada lágrima que surcaba por las mejillas de un público absorto, entregado; en las farrucas y en los fandangos naturales de El Montero, en el jabalí bravío al que tanto admiraba, en el rechazo de su caza al furtivismo, en la luz de luna de El Cabrero, el maestro de Aznalcóllar que siempre le acompañaba.

Chele estaba en todas partes, como su espíritu solidario, como los cerca de 300 euros que su homenaje aportó a la lucha contra la terrible enfermedad que se lo arrancó de cuajo al corazón de la tierra, a la Cuenca, a El Campillo, pues la recaudación íntegra de la taquilla tuvo un destino útil, oportuno, la Asociación contra el Cáncer Acamacum. Porque la huella de José Gómez Carrasco es eterna, como el Candil Minero entregado a su familia por la Peña Flamenca que el fundó y recuperó, como los fandangos que lanzó al viento el amplio elenco de cantaores salvocheanos que componían José Manuel Rodríguez, Miri, Rafael Huelva, El Patita, Sandra García, Bernardina López, Francisco Cumplido y José Luis Diéguez. Volcaron su arte sobre la fiesta de su recuerdo, para despedirle, para darle la bienvenida, pues, una vez más, “jara del campo no llores; que su voz no se ha apagado; pregúntale a la retama; que lo vio junto al vallao; y por soleá cantaba”. Era él. Siempre Chele.

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