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Pablo Pineda

Y la Cruz regresa a Traslasierra

Y la Cruz regresa a Traslasierra

El traslado del simpecado de la Hermandad de El Campillo a la aldea favorece un encuentro que no se producía desde finales de los 70

TRASLASIERRA. La Romería de la Santa Cruz de El Campillo ya era eterna, pero ahora lo es mucho más. El simpecado, como antaño, como en los primeros años de la Hermandad, allá a finales de los 70 y principios de los 80, ha vuelto a Traslasierra, a reencontrarse con su gente y con la Virgen de los Milagros. Cientos de peregrinos partieron el sábado desde la Ermita salvocheana rumbo a la pedanía minera con el mismo fervor que cada primer fin de semana de mayo lo hacen hacia Rocalero. Quizás, con mayores dosis de ilusión, la propia de todo inicio sumada a la que germina desde las raíces más profundas del pueblo campillero cuando se le nombra a la que es, según reza la sevillana, “la aldea más bonita que tiene Huelva”.

La idea de la recuperación de esa tradición perdida, alimentada por el recuerdo nostálgico de la gente del lugar, ha cristalizado en 2015 con el primer traslado del simpecado (no será el último) a Traslasierra, con momentos emotivos que quedarán grabados en las retinas de muchos, que perdurarán en el tiempo, como si éste se hubiera detenido, porque forman parte de algo más que una fiesta, porque pertenecen ya, pese a su aún corto trayecto, a la esencia de un pueblo, a su naturaleza, a su identidad. Entre esos instantes, el de los sonidos de los tamborileros por el carril que avanza hacia la aldea; la algarabía de la mezcla de cantes, risas y gritos; la salida de La Milagrosa de su Iglesia para recibir, sobre los hombros de la devoción de sus vecinos, al estandarte de la Santa Cruz; o la llegada de ambos a la Hija Predilecta de El Campillo.

Traslasierra se sentía querida, abrigada por su localidad matriz. Su paisaje único, el complaciente pasillo de su entrada, su arquitectura original, inmaculada, el encanto de sus angostas calles, su plaza central y el balcón que mira, desde la Cuenca Minera a las aguas del río Odiel y la Sierra de Aracena y Picos de Aroche, daba la bienvenida a su paisanaje, como siempre, con los brazos abiertos, entre lágrimas, como quien anhela el retorno de un ser amado que se marchó, que se ve obligado a hacerlo una y otra vez, mas siempre vuelve. Pueblo y aldea se fundían en uno solo con un abrazo duradero, imborrable, infinito, como todo lo vivido. Ambos, como ocurre con la Romería de El Campillo, cuentan ya los días.

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