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Pablo Pineda

Contra el miedo

Contra el miedo

La derecha es el miedo. De él se nutre, de su capacidad paralizante, de su potencial para anular la razón y la facultad de decisión de su víctima, en este caso, colectiva, la sociedad, la masa. Lo es y lo domina, a su antojo, porque conoce el arte de extenderlo. Sabe manejar los hilos para expandirlo como la peor epidemia, y con ruindad, cual mezquina industria farmacéutica que propaga un virus mortal para comercializar luego la cura, más aún, pues no ofrece el remedio. Lo cobra, en forma de voto o abstención, esa renuncia a la participación sobre la que el socialismo ha de preguntarse el porqué y, entre otras cosas, dejar de pasear, de mitin en mitin, a viejas glorias, a pesados pesos del pasado a los que ya sólo les queda, en algunos casos, apoyar desde la última fila, no como cabezas de un cartel en el que coartan el afloramiento de nuevos liderazgos; y, en otros, la salida por la puerta de atrás, al ser hoy la ruina de lo que fueron en su olvido de la esencia de los valores que un día defendieron. Ante tal miopía, la derecha cobra, muy caro, el antídoto, pero no lo entrega, ni tan siquiera un tratamiento paliativo. Incluso, una vez en el poder, acrecienta los síntomas, agrava la enfermedad, asfixia al paciente, hasta la extenuación, hasta lo insoportable, aunque sin aniquilarlo, con la intencionada aplicación de un recorte siempre menor que el anunciado, para sembrar el conformismo, el “pudo ser peor”. Ésa es la estrategia, pequeños paréntesis de oxígeno, esporádicos aflojamientos de la cuerda, para que la desesperación no disipe el pánico y no dé paso a la rebelión, a la revolución, al grito, a la sublevación del pueblo contra la elite, contra el capital que se alimenta de su piel encallada, de su sangre, de su precariedad.

El mal es la austeridad, el estrechamiento del cinturón, impuesto, por supuesto, sólo a los eslabones más débiles de la cadena, a los de abajo, para agudizar la brecha entre ricos y pobres, la desigualdad. El veneno es suministrado por goteo constante, con dosis de los menjunjes más variados, de los que nadie escapa, ni los más jóvenes, el presente y el futuro, ni los más mayores, precursores del bienestar actual (o mejor, reciente). Porque el ataque se perpetra desde todos los flancos, con la supresión de derechos laborales, la reducción de salarios, el paro y el abaratamiento de la mano de obra, inversamente proporcional al aumento de su disponibilidad; la disminución de las becas, la ausencia de expectativas para una generación nueva, la más preparada, obligada a emigrar; la progresiva y cada vez menos solapada conversión de lo público, de esos pilares que son la educación y la salud, en negocios; el robo a los pensionistas con la pérdida de poder adquisitivo de quienes no sólo cobran menos, sino que tienen que pagar más, por las medicinas o por su autonomía personal ante el suspenso de las ayudas contra la dependencia. Todo ello, junto al afán recaudador y también opresor, porque afecta a las necesidades más básicas, a la dignidad, de la subida del IVA o de los recibos de luz y agua. Un paquete de atentados múltiples acompañado del cultivo de la ignorancia con la condena de la cultura al ostracismo y, por si acaso, el silenciamiento, en grado de tentativa, de los damnificados, de la censura, de la mordaza a la libertad de expresión que suponen proyectos como el de la Ley de Seguridad Ciudadana.

Las armas son distintas, más sutiles, pero el fin, el mismo, arrebatar las conquistas, asegurar la posición, recuperar la rigidez estamental de antaño, fortalecer los privilegios de los que anidan en la cúspide y la miseria de los que pululan por la base. El medio tampoco cambia, el terror. Lo que otrora se hacía con la amenaza del fuego, de la guerra, con el uso de las bombas o con su mera presencia, ahora se siembra con un instrumento quizás más destructivo, más dañino, más deletéreo, por cuanto mata poco a poco: el dinero, ese metal, ese papel, cuya ausencia debilita al enemigo hasta el languidecer, al estilo de un bloqueo, de un sitio, hasta esclavizarlo. No son estados los que se enfrentan, sino clases, los propietarios de los medios de producción, los amos del capitalismo, contra los obreros, contra quienes lo mantienen en pie con su esfuerzo y con la compra y el consumo de sus bienes y servicios. Contra eso, sólo cabe una respuesta posible, sólo hay una vía de escape, un muro, un elemento de contención que levantar con un mínimo de garantías de no desmoronarse: la unidad de la izquierda, la fuerza de todo ese frente común que ha de construir esa mayoría social subyugada por los designios de unos pocos, sin la más mínima fisura, porque por ella se colarían de nuevo, como siempre, los otros, para dinamitar, para dividir y vencer, para volverlo a hacer como tantas otras veces ya lo hicieron a lo largo de la historia.

Por eso nadie se puede equivocar de enemigo. Por eso nadie ha de malgastar un ápice de su aliento en el autodisparo, en el suicidio, que supone la confrontación con el igual, entre las izquierdas, por mucho que en todas haya aún mucho por hacer, por mucho que en todas haga falta más autocrítica y más reflexión, por mucho que algunas se hayan separado de la senda de la que nunca se debieron apartar. Y es que ese tiempo perdido, ese fratricidio, ese resquicio, se erige en una puerta abierta que la derecha jamás ha desaprovechado ni desaprovechará. Por eso nadie debe desviar la mirada del objetivo real, el triunfo de la mayoría sobre la minoría, la derrota del conservadurismo, en el caso de España, del PP, que monopoliza todas las ramas del mismo, que está cohesionado. Quien se salga de ahí, quien enfoque su trabajo, su esfuerzo, su verbo, su palabra, hacia otra esfera, dañará esa causa común y, por consiguiente, pondrá en entredicho la sinceridad de su postulado. Hay lugar para el debate y lo habrá también para la corrección de los errores pasados, para pedir perdón por ellos (cada uno por los suyos) y para la redención definitiva con el retorno al origen, con las políticas que se han echado en falta, para la elaboración y ejecución de un programa común de corte internacionalista, porque las coincidencias son muchas y, ante eso, las diferencias, mínimas, los pequeños matices, no pueden ser las determinantes, las que eviten el cambio, un nuevo tiempo.

Ahora bien, para que ese nuevo camino se dé hay una condición sine quanon: la izquierda, la suma de toda la izquierda, jamás la resta, debe ganar. El 25 de mayo se presenta una buena oportunidad con las Elecciones Europeas, en las que se antoja imprescindible acabar con ese escepticismo que se traduce en la no participación, acabar con el descontento, con la desafección, porque cada voto de izquierdas que no se deposita en las urnas o que lo hace sin sigla alguna es un tiro en el pie que sirve en bandeja el mando del viejo continente al neoliberalismo imperante a la vez que le regala una oposición coja en el Parlamento, en la cámara que más influye en la economía local, en la doméstica, y que provoca, con sus restricciones, el malestar actual de tantos y tantos hogares. De ahí que sea tan importante esa cita, porque sólo con una Bruselas en la que predomine el rojo se podrá tornar esa situación con políticas dirigidas a lo social, basadas en el principio de la solidaridad, en las que lo primero sean los ciudadanos y no los mercados invisibles, la lucha contra la pobreza y el crecimiento a través de las infraestructuras, la cooperación, la innovación, el indispensable fluido del crédito a las pequeñas y medianas empresas por encima del rescate de los culpables, una banca independiente y pública, la misma mano en la que han de estar recursos estratégicos como los energéticos, con la sostenibilidad como eje transversal de todas las políticas, con las renovables como alternativa real, sin obstáculos de tupidas redes clientelares, el fin de ese posmoderno imperialismo germánico con el levantamiento de una Alemania europea, no de una Europa (o un mundo) alemana (alemán) como ya persiguió el nazismo...

Parece un sueño. Quizás lo sea. Pero no nuevo. Porque ya lo soñaron. No es más que desempolvar aquel proyecto, aquella ilusión, encender aquella luz que alumbró la creación de la Unión Europea, enterrar esa ruina de sí misma en la que se ha convertido, en la que la han convertido, ese pozo de injusticia que las fuerzas conservadoras se resistirán a derrumbar, a cegar. Sólo la izquierda podrá emprender esa aventura, porque es la única que cree en ello, la única que, como mínimo, aspira a esa utopía. Ahora bien, no menos cierto es que no puede volver a fallar, como hizo cuando gobernaba en la mayoría de los países del viejo continente. Si logra la victoria ha de asentar, por fin, unas reglas del juego firmes, regular los mercados, intervenir, poner límites al liberalismo salvaje, reinstaurar la soberanía popular, la democracia, que sea la voluntad de la mayoría, la de la ciudadanía, la que acune cada medida, no los intereses especuladores de los financieros. Para garantizar el bienestar, el avance hacia la igualdad y el acotamiento de la injusticia social. Para que el pueblo, al que se debe y al que representa, el que tanto la necesita, sea la prioridad. Y si no la dejan, tiene que explicarlo, para que la gente, su legitimidad, la empuje hacia la ruptura de cualquier cadena. De lo contrario, se verá desprovista de toda credibilidad, de la que le queda. Y ya quién sabe si la podría recobrar, pues quizás sea la última oportunidad, al menos, para la izquierda actual. No obstante, todo quedará en nada si antes no se produce ese despertar, si antes el miedo no queda atrás. Poco por perder. Mucho por ganar.

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