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Pablo Pineda

Flamenco que va y viene

Flamenco que va y viene

Juan Fernando González e Isabel Leñero llevan a El Campillo los palos que un día emigraron a América para volver con nuevos aires · La Peña Candil Minero vuelve a participar así en la ruta provincial de la Federación Onubense El Fandango

EL CAMPILLO. El flamenco va y viene a El Campillo, que lo exporta, en forma de arte en estado puro, de excelencia, al exterior, más allá de Huelva, a toda la geografía onubense y fuera de ella, y lo importa, lo trae. El Candil Minero, la peña salvocheana, lo alumbra, con su reaparición, con esos 180 socios que lo portan y con su integración en la Federación Onubense El Fandango, en sus distintas rutas. La última, la que, una vez más, versa sobre esos estilos de ida y vuelta, como se conoce a aquellos palos que un día tomaron rumbo a América para volver enriquecidos por la mezcla con otra cultura. Véase la milonga, la vidalita, la rumba, la colombiana o la guajira. Al cante, Juan Fernando González, con su voz honda y veterana, e Isabel Leñero, con la luz de su garganta embelesadora. Al toque, Antonio de Carmen, maestro.

Por soleá, por esa matriz flamenca que han de conquistar aquellos que quieran elevarse a la cima, los buenos, comenzaba la velada, la sugestión de un público encandilado al descubrir a Isabel Leñero, encargada de romper el silencio sobre las tablas del Teatro Municipal Atalaya. El mutismo reinaba en el patio de butacas. Todos escuchaban, callados, expectantes, para envolverse con la música, una entrega que culminaba con el aplauso unánime que cerraba cada tema, cada intervención. Nada cambió al emerger la voz, más rota, más añeja, de Juan Fernando González. Con el mismo acompañante, el acorde perfecto de Antonio de Carmen, se presentaba con malagueñas, por esa semilla que se erige en nexo entre el fandango y las tarantas o las granaínas. Excelso, como los lirios y las rosas que brotaban después de las alegrías de su compañera de escena.

La ida y la vuelta eran continuas. Y en ese vaivén de cante no podía faltar el tango, profundo, de Juan Fernando González. Como tampoco la milonga, armoniosa, con su drama sutil, con la delicadeza de Isabel Leñero. El elenco de palos proseguía su curso. La velada no se cerraba. El caudal era abundante y se elevaba, a través de la seguiriya, de su sentimiento, de su jondura, del quejío procedente de este género que es columna vertebral del flamenco, parte de ella, costilla de la primigenia toná. La magnanimidad era máxima, desde cada pausa, desde cada caricia a las cuerdas de Antonio de Carmen. Sólo faltaba el momento álgido, alcanzar la plenitud, la cual llegó, como siempre, con el omnipotente fandango, el broche ineludible, la culminación para un arte que se fue otra vez, pero con la promesa de volver.

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