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Pablo Pineda

El pueblo se entrega a la Santa Cruz

El pueblo se entrega a la Santa Cruz

La Romería de El Campillo, que ha contado con cuatro mayordomas tras el vacío de la última edición, vuelve a propiciar el reencuentro en Rocalero en torno a un simpecado ante el que se arrodilló, una vez más, el veterano caballo Andaluz

EL CAMPILLO. El pueblo se entrega a la Santa Cruz. Como cada primer fin de semana de mayo. Los campilleros volvieron a fundirse con la medalla para, juntos, bajar por Cuatro Vientos hacia Rocalero. Entre brezo, jara y azahar. Con aroma a romero, el que aguardaba en el campo la llegada de los más de 2.500 peregrinos para ser entregado, en la puerta de la Ermita, a las cuatro mayordomas, las hermanas Dolores, Peña, Antonia y María Pérez Domínguez, quienes, con su luz, han devuelto el esplendor a una vara que quedó sumida en el vacío el pasado año, que tuvo que ser asida por el presidente de la Hermandad ante una ausencia que ya ha quedado atrás. La espera fue larga, de 365 días, los que separan el alba de ese viernes anhelado en el que ya no cesan de sonar cohetes y tamboriles, de ese día en el que el tiempo se torna inmóvil, en el que el reloj aparca su incesante tic-tac, hasta la llegada de la noche de ese domingo que envuelve a la vieja Salvochea entre el cansancio y la nostalgia, que activa de nuevo esa eterna cuenta atrás.

El fervor embriagaba cada instante, cada momento, cada palabra del pregón de Marisol Fariña, cada brindis con manzanilla en la apertura de la Ermita, cada grito, en el cambio de vara, de ¡Vivan los mayordomos! Cada paso hacia la ofrenda de flores... No había nada más. Sólo un pensamiento. Sólo una realidad. Romería. Sólo solidaridad, amistad, abrazos, exaltación, emociones a flor de piel, las que emanan del reencuentro entre los que siguen y los que tuvieron que emigrar, las que brotan de ese bello y doloroso recuerdo de quienes, pese a que ya no están, nunca se marcharán, porque su memoria camina con los demás. Como lo hacen los desaparecidos Rodrigo Palacios o Curro Lozano. El primero, fundador de la Hermandad, con cada verso, con cada una de las incontables sevillanas que dejó como legado, esencias de una fiesta que es algo más, como el mismo enseñó. Y el segundo, el alcalde carreta perpetuo, con su caballo, con el veterano Andaluz, que, como antaño, que, como hacía con su compañero, todavía hoy (ahora con su hijo) se arrodilla ante el simpecado en Rocalero.

Todo ello permanece aún hoy, como si de la materialización de una fantasía se tratara, de un sueño real, en las retinas de todos los campilleros, en una semana de contemplación de esas mágicas fotografías que inmortalizan momentos que nunca se olvidarán, en unos días de melancolía, de narración de anécdotas por parte de gargantas rotas, de recogida de medallas, botos, gorras y chalequillos que acumulan ya el polvo de 37 caminos. Ha sabido a poco, como siempre, porque se dejan atrás cantes y abrazos, grandes ratos con los amigos de toda la vida, en la salida y en la llegada, por la senda, en cada paso, en cada bautizo con manzanilla al romero novel, bajo la sombra de unas encinas y alcornoques que durante 48 horas se han convertido en testigos de excepción de la alegría, de la vitalidad de un pueblo obrero, minero, pagano, entregado a su Santa Cruz. El contador ya está a cero de nuevo. Las agujas retoman su cadencia, su giro constante, hasta que la frene de nuevo la sutil brisa de la aurora de ese viernes deseado.

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