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Pablo Pineda

La vara realiza el sueño de los mayordomos

La vara realiza el sueño de los mayordomos

Isabel María Romero y Alejandro Muñoz recogían ayer el testigo de los hermanos mayores salientes para guiar hoy la devoción campillera por la Santa Cruz

EL CAMPILLO. Exultante, engalanado, bañado de multitud, irreconocible, nervioso... Así se encontraba ayer El Campillo. Son las fechas más esperadas del año, las del reencuentro, las de la nostalgia, las del recuerdo de quienes ya no están o se hallan lejos, las del florecimiento del amor de un pueblo hacia su tierra, las del brote de una devoción inusitada en un lugar solidario y pagano por naturaleza. Llega el primer fin de semana de mayo y sólo un sentimiento emana de la ciudadanía, compartido por todos, la pasión por la Santa Cruz, por la Romería. Ya todo está listo para que ocurra. Los nuevos mayordomos, impregnados de incalculables dosis de emoción, entre magnánimos ¡Vivas! lanzados por centenares de fieles entregados, tomaban ayer la vara, el símbolo que materializa los sueños de quienes la portan por la senda que parte desde el corazón de Cuatro Vientos. Isabel María Romero Marmesá y Héctor Alejandro Muñoz Carmona encarnan ya las ilusiones de sus paisanos, las mismas que representaron quienes ahora se despiden, quienes les entregan el testigo sumidos en la contradicción de la tristeza y la alegría a la vez, María del Carmen Vázquez Caballero y Daniel Delgado Orta.

El cambio de varas, con la posterior ofrenda floral a la Santa Cruz en su Ermita, que aguarda abierta desde la ‘enzapatá’ del martes, era el último de los prolegómenos que se iniciaron el sábado anterior con el pregón de Fernando Romeró Marmesá, el hermano mayor de la ya deslumbrante mayordoma, uno de esos tantos campilleros emigrantes que, como tal, conocen lo que es el anhelo de su tierra y la fuerza, la sugestión, de su llamada. La amenaza de la lluvia acechaba, su anunciada precipitación sobre el fervor de El Campillo preocupaba, pero, al mismo tiempo, era ignorada por un pueblo en ebullición, extasiado, por unas flamencas que salían a la calle envueltas entre los lunares y los volantes de sus relucientes trajes y el constante eco del traqueteo de los caballos por las calles de la vieja Salvochea. El arraigo de la fiesta, la veneración, es tal que supera cualquier adversidad. Nada puede frenarla, ni el agua, ni el viento, ni la mayor de las tormentas.

Hoy, antes de que aclare el día, al alba, entre los sones de los tamborileros, mientras los jinetes ensillan sus caballos y las carretas empiezan a desfilar aderezadas con sus toldos, sus farolillos y sus flores de papel, las miradas se volverán de nuevo hacia el cielo con la esperanza de verlo despejado. Este deseo embarga a los peregrinos, aunque no es lo que les ha impedido conciliar el sueño en la eterna madrugada del primer sábado de mayo. La causa de su insomnio, de su noche en vela, es el ansia por partir hacia Rocalero en busca del romero para agasajar, con la caída de la tarde, a la Santa Cruz. Son 34 años de camino y nada cambia. El ritual se repite. Los campilleros, casi sin dormir, se levantan provistos de una felicidad especial, limpian sus botos, se cuelgan la medalla con la solemnidad de su exaltación, de su rendición a su Romería y se adentran en la vereda, como reza la sevillana compuesta por uno de los fundadores de la Hermandad, el ya desaparecido Rodrigo Palacios, entre una guitarra que suena, unas palmas que la acompañan y una garganta que grita ¡Viva la Cruz de El Campillo, de España la más bonita!

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