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Pablo Pineda

Flamenco con esencias de la tierra

Flamenco con esencias de la tierra

La reconstituida Peña de El Campillo celebra el I Potaje Candil Minero en la sede de la sociedad de cazadores Salvochea · Medio centenar de personas degusta la voz de Alfonso Corbi y el toque de Manuel Rodríguez en un menú aderezado con garbanzos y gurumelos

EL CAMPILLO. El Campillo huele a flamenco. Con sabor intenso, aderezado con productos de la tierra, con garbanzos, chorizo, morcilla, aceite de oliva virgen extra, pimientos verdes y rojos, cebolla y, cómo no, gurumelos. Todos estos aromas emanaban el pasado sábado de la sede de la Peña Montera Salvochea. Ésta era la deliciosa amalgama de olores que se entremezclaban, que se abrían paso entre los comensales, para componer un suculento plato, el I Potaje Candil Minero, para construir, para colocar una piedra más de la reconstituida Peña Flamenca campillera, para reivindicar un local, para esparcir su cultura, su inagotable caudal, su riqueza, por el pueblo, por sus calles y por su aire, la de este bien inmaterial catalogado, porque lo es, como Patrimonio de la Humanidad.

Ésa es la conjura que volvió a renovarse en la sociedad de cazadores salvocheana, que cedía su espacio, que colaboraba, que se sumaba a la causa, que se transformaba en un tablao para que el cantaor onubense Alfonso Corbi volcara su voz entregada, el sentimiento que brota de su garganta, la fuerza, la profundidad de su arte, su pasión, su duende... Y para el rasgueo magistral, la elegancia, de Manuel Rodríguez, la delicadeza, la sutileza de sus dedos, confundidos con las cuerdas de su guitarra, que emergían, juntos, como las partes de un todo, que eran uno. Un exquisito preámbulo, un aperitivo efímero, pero categórico, de lo que puede ser un menú permanente, una carta de veladas, concursos y escuelas de cante, toque y baile que ya demandan 180 socios y casi 300 firmas.

Como avance, medio centenar de personas lo degustó en esta ocasión, se deleitó en vivo con este bocado previo, se embriagó de un sinfín de emociones, de todas las que despierta el flamenco, desde el minuto uno. El paladar caía rendido ya con los primeros punteos de Manuel Rodríguez, preso de un haz de sensaciones que lo mantendría extasiado, embelesado, de principio a fin. La guitarra, sus cuerdas, orquestadas por el maestro, presentaban, con unos segundos de excelencia, de soledad armoniosa, bella, a las malagueñas de Alfonso Corbi, rematadas por abandolaos. Unos ingredientes que rebozaban, que edulcoraban, el ambiente, a fuego lento, que envolvían con la dulzura de su manto a un público al que elevaría luego hasta las alegrías de Cádiz, primero, y hasta Granada, después, hasta la cultura morisca, al Albaicín, para fundirse con ella, pero también hasta la luz de Triana, de Sevilla.

El viaje era de ensueño, aunque más lo fue el retorno, la vuelta a los orígenes, a las raíces, las del fandango de Huelva y, por supuesto, al del ineludible, al siempre presente, Alosno, al sufrimiento del tajo minero, al de allí y al de aquí, al del Andévalo y al de las entrañas de las que manan las rojas aguas del Tinto, al dolor, al sacrificio y a la lucha compartida, desde fenicios y tartessos. Colosal, majestuoso, magnánimo, como los momentos que prosiguieron a la actuación, como el broche de júbilo, de cante, de palmas y de baile, de fiesta, de culto al flamenco con mayúsculas que alargó la jornada, que la extendió desde el alba hasta el ocaso, cuando se despidió con una firme declaración de intenciones, con un esclarecedor hasta luego.

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