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Pablo Pineda

José Luis Diéguez Conde: Aires de Huelva

José Luis Diéguez Conde: Aires de Huelva

El nombre José Luis Diéguez Conde destella ya flamenco por sí solo. Su voz es duende. Este joven cantaor campillero, a sus 27 años, labra un sueño y empieza una carrera, vislumbra ya la utopía, la suya, la que él mismo forjó, convertida en realidad. La toca ya con los dedos, la palpa, la agarra con la fuerza de una trayectoria impecable bañada ahora con el aura dorada del Melón de Oro logrado en el Festival Internacional de Cante de Lo Ferro 2013, en Murcia. El Everest de una promesa que, con ello, deja de serlo. Ya no lo era, de hecho, porque ya era una perla consagrada, porque el camino andado ya era mucho, porque ya era un maestro de ese arte, de esa forma de vida, que lleva por las venas, que fluye por ellas para enamorar a quien escucha su obra en escena. Ahora se doctora, con sobresaliente cum laude, corona la cúspide más alta, la cima que todos anhelan, pero que muy pocos alcanzan. No hay duda, florece una nueva estrella, luz del Candil Minero, la peña campillera, que crece con él, con su disco, Aires de Huelva.

El flamenco es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, un tesoro a proteger, a salvaguardar, a mimar, como lo es también la garganta de José Luis. Porque en él, en este campillero, licenciado en Administración y Dirección de Empresas, ha germinado esa semilla que se repite en todo su árbol genealógico, que preside las raíces de su ADN, regada por su estilo cuidado, por su exactitud milimétrica, por la magia del duende que dibuja su aureola. Porque lo ha mamado, porque ha bebido de ese manantial desde su infancia y porque se ha encargado de nutrir, de destapar, ese genio dentro de su ser, para que no se perdiera, para que no permaneciera oculto. Nada escapa a su dominio, ningún palo, ni la soleá, ni la bulería, ni el fandango, ni la originaria toná. En todos brilla con luz propia, en todos emerge como una figura destacada, como una promesa confirmada, como un novel experimentado, como un peregrino con un techo que se antoja aún lejano, sin un horizonte visible en el final de su camino.

La estela ya es larga. Cuatro años de éxitos, de acumulación de galardones, uno tras otro. En silencio, con humildad, sin el menor atisbo de vanidad, sin ego, sin más compañía que su garganta, el toque de la guitarra y las tablas de un escenario que parece la extensión de su propio Yo, sin mecenazgo ni padrino. Con el amor del público, siempre embelesado por la perfección, por la poesía que emana de su música, de su flamenco. Los mejores avales. Cuatro años de aquella primera página que escribía en 2009 con el primer premio en el Certamen Nacional de Fandangos Paco Toronjo, en esa cuna del cante que es Alosno, y que este verano se cerraba, como un capítulo inmejorable, con el Melón de Oro que inviste al cantaor más completo de Lo Ferro, en la 34 edición de este prestigioso concurso tan sólo superado por las palabras mayúsculas del Festival Internacional del Cante de las Minas de La Unión (Murcia) y la Bienal de Flamenco de Sevilla.

Hasta ese olimpo del cante se ha elevado, para tallar en él su nombre. Porque eso es el Melón de Oro, el último peldaño de esa aventura que se iniciaba como una fantasía y el primero de esa nueva travesía, de ese futuro que emerge en el horizonte inmediato. Un mañana, un hoy ya, que, sea como sea, no lo alejará de sus orígenes, de su tierra, de su gente, de la calle Pablo Picasso, del Candil Minero, de El Campillo, del que porta, en su corazón, la Medalla de la Villa. Porque siempre será el mismo, porque nunca ha cambiado, tras ninguno de sus trofeos. Y son muchos, desde la ya mencionada conquista de Alosno, hasta Cortegana, Encinasola, Santa Olalla del Cala, Paterna del Campo o Monesterio, en Badajoz. No sin antes pasar por el Certamen de Fandango de la Fundación Cristina Heeren, la Uva de Plata de la Ciudad de Jumilla o el Nacional de Cante por Alegrías de Cádiz. Pruebas irrebatibles todas que descansan en sus vitrinas, como huella de lo que José Luis Diéguez Conde es: duende, arte, en su máximo esplendor, en su máxima expresión. Flamenco.

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