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Pablo Pineda

Versos eternos a la Santa Cruz

Versos eternos a la Santa Cruz

El pregón de Fran Arroyo escudriña la esencia de una Romería que camina hacia su 36 peregrinación, acude a su raíz para rescatar la memoria de sus precursores y, como ausente, reivindica la luz de su pueblo frente al gris de la ciudad

EL CAMPILLO. Cuenta atrás. Nada falta. Todo queda. Por delante. La senda espera, en Cuatro Vientos, desde donde los “sentimientos prenden”. El azahar, la jara, el brezo y el romero acechan, en torno a la vereda, anhelantes del paso de los fieles caminantes, de un pueblo campillero que, como reza la sevillana, no duerme, está en vela, porque sólo piensa en su Romería. Ya está aquí, se acerca, se aproxima, ya ha llegado, porque la ha traído el pregón, la alocución, la prosa, el verso nunca extinto, eterno, de aquel que se define como un ausente don nadie pero que es y está presente, que no se va, que siempre vuelve: la poesía de un joven, de Fran Arroyo Sánchez.

Era la eclosión, el estallido, el pistoletazo de salida, el ensalzamiento de todas esas esencias que la rutina guarda, aunque no tapa, y que brotan cada primavera, las que acuna la Romería de la vieja Salvochea, las de su devoto y pagano peregrinaje, el que ya se otea en el horizonte inmediato, las que giran en torno a esa Santa Cruz que siempre fue, desde su génesis, como recordaba el pregonero, “amor, amistad y libertad”. Todo ello y más, la solidaridad a raudales, la hermandad del camino hacia Rocalero, ese sincero “que lo mío es tuyo y de los que te acompañen”, se plasmaba sobre el papel, en el negro sobre blanco estampado por Fran Arroyo Sánchez, en unos folios vacíos que para siempre quedarán escritos, como huella, como parte de la historia romera, de sus 36 años de tradición inquebrantable.

El pregón aludió a ese trayecto, a los inicios, al alma mater de la fiesta de mayor arraigo entre los campilleros. “Viva y viva, que vivan los pioneros, Matías, Carmelo, Romanero y Rodrigo”, recitaba Fran Arroyo Sánchez. Los traía a la memoria, en especial, al último, ya desaparecido, “poeta, amigo de letras, compositor de sevillanas, banda sonora del camino, peregrino que cada paso lleva impreso”, padre de El Campillo en el que luce más el sol y la luna tiene más brillo. “Que suenen vivas, muy vivos, por los que no volverán, por los que el tiempo, el destino, se ha llevado a otro lugar”, gritó, para enaltecer su recuerdo, para que nunca se marchen, porque “han hecho que este pueblo sea más”.

Los versos fueron en sí mismos una proclama de ese profundo sentir de quien, aunque ha nacido en una capital, siempre responde que en El Campillo. Se rebelaban contra lo urbano, contra quien, desde allí, se cree más, superior: “Sé de alguna gran ciudad, amigo prepotente; sé de donde las personas no son más que gente; yo soy de mis paisanos, la luna y el relente, del trueque de saludos y caras sonrientes. De la fiel naturaleza, también la amarga hiel, del minero allá en los cerros color miel, nace este rincón, a veces desprestigiado, donde luce más el sol y son cipreses su legado. Cuna de poetas y de librepensadores, hermanos de una cruz en mayo bañada en flores. Yo soy de El Campillo, la vieja Salvochea... Tú sé de alguna gran ciudad: triste, gris y fea”.

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