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Pablo Pineda

La política social como vía de escape

Política social frente a la crisis. Ése es el camino, la vía de escape. Lo contrario apenas se traduciría en una repetición más de unos ciclos que, tradicionalmente, se ceban con los más indefensos para arrebatarles lo poco que poseen. Los destinatarios de la ayuda no pueden ser nunca quienes se han enriquecido en términos de desorbitada abundancia a costa de comprometer la salud económica no ya sólo de un país, sino de todo el planeta. Por eso, en lo que se refiere a España, el acierto se dibuja en forma de incremento de las pensiones y de las rebajas fiscales, de apertura del grifo de los créditos a los sacrificados autónomos y emprendedores, de rechazo a la aplicación de recortes presupuestarios en campos como el de la dependencia y de desestimación tanto de la congelación de los salarios de los funcionarios como de la flexibilización de los despidos por parte de la patronal, medidas, estas dos últimas, propugnadas por la derecha en sus años de gobierno en Madrid. Se trata de apoyar a los que padecen con mayor virulencia el látigo de la inestabilidad, no de hundirlos en la miseria ante la risa o la carcajada de sus verdugos.

En nuestro país, la principal fuente de la que bebe el actual contexto de incertidumbre, de miedo, de recesión, es, de un modo incuestionable, el pinchazo de la burbuja inmobiliaria. Se infló tanto, tomó tanto oxígeno, que explotó. Estaba condenada a ello. La imposibilidad de las familias de hacer frente a los descomunales precios marcados por las inmobiliarias, multiplicados hasta la saciedad en los últimos años, para un producto imprescindible, de primera necesidad (sin su adquisición, o alquiler, no se puede alcanzar la meta de configurar un hogar), ha dejado a cientos de miles de albañiles, de obreros, de personas, en la calle, sin hablar de los empleos indirectos: cemento, mármol... Ha provocado una verdadera espiral de paro y desesperación. La ruina de muchos hipotecados, la creciente morosidad, el derrumbe de tantos y tantos sueños, no sólo ha reducido la venta de casas (se quedan compuestas y sin comprador), sino también el consumo en general y, en consecuencia, los beneficios en otros sectores: la industria automovilística, la hostelería... Todas las actividades se resienten.

Pero la construcción también tiene un foco de luz al que acercarse en su huida de la oscuridad, de la sombra de la especulación. La apuesta por la VPO es su salida. Sólo hace falta voluntad por parte de los empresarios, que éstos dejen de pensar en negocios de escándalo, vergonzosos, cimentados en el sufrimiento de los más débiles. Sus bolsillos deben caminar más en consonancia con la realidad, bajar de la estratosfera de la opulencia desmedida por la que han deambulado en los últimos tiempos. Y, mientras emprenden ese trayecto, tienen la oportunidad de redimir parte de su culpa, de transmitir un cierto espíritu de solidaridad hacia esa misma sociedad a la que tanto han exprimido. ¿Cómo? Es sencillo: la venta de viviendas, por ejemplo, a un precio de 6.000 euros por encima del coste de producción de la unidad (suelo, edificación, materiales, licencias, intereses de préstamos...) reportaría al promotor, en el caso de una fase de un centenar de casas, un beneficio neto de 600.000 euros (cien millones de las antiguas pesetas). Sin duda, una jugada redonda.

Una decidida y sin excusas inyección de capital, bajo el abrigo de un gran pacto social, por parte de las administraciones públicas, con el fin de incentivar la creación de VPOs, emerge, en este sentido, como un aliciente determinante. Abarataría los costes, amortiguaría la pérdida de puestos de trabajo y garantizaría el cumplimiento de ese mágico derecho a una vivienda digna que la Constitución Española, esa Carta Magna alumbrada por el consenso de todas las fuerzas democráticas, sin excepción, en el marco de un ejercicio de responsabilidad que debe exigirse hoy a cada uno de los partidos políticos, reconoce a todos los ciudadanos, sin distinción alguna por motivos de raza, sexo, edad o renta. Así, se favorecería la emancipación más temprana de los jóvenes y se estimularía el consumo (al reducir de una manera drástica las cuotas mensuales de las hipotecas) e, incluso, el índice de natalidad, lo cual, en paralelo, otorgaría un respiro al ahogado sistema de pensiones.

La izquierda tiene ante sí una oportunidad única para abanderar el cambio, para frenar el liberalismo exacerbado, para rescatar del olvido esas causas tildadas de arcaicas en la mal denominada sociedad del bienestar (pues éste no abraza a todos), para retomar la lucha por la libertad, la igualdad y la solidaridad, por la redistribución de la mal repartida riqueza. La angustia, motor de revolución, se erige en bálsamo para unas ideas que yacían enterradas por la consolidación de las clases medias y altas y la paulatina desaparición de los pobres, ese colectivo inexistente, invisible, para una elite de pudientes que se tapa los ojos con las vendas del egoísmo para no verlos. Cada vez son más los que no pueden apretarse el cinturón (medida que propugnan algunos para afrontar la crisis), porque ni siquiera lo tienen ya. Lo han perdido, lo han empeñado para comer, para malvivir. Y eso tiene que despertar a los dirigentes políticos, extraerlos de la batalla por el voto. El Gobierno de Zapatero tiene la posibilidad de transformar la realidad para construir un mundo mejor, el verdadero reto del socialismo. Es una tarea complicada, roza la utopía (millones de parados lo certifican), pero no se debe renunciar a ella. El secreto: la creatividad.

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