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Pablo Pineda

La agonía del carnaval

Media docena de comparsas y chirigotas ensayan en El Campillo para el carnaval, la celebración que cada año, con la llegada del mes de febrero (ya sea fuera o dentro de una cuaresma desapercibida en una tierra de una acuciada tradición obrera como es la minera), proclama el carácter internacional de un pueblo al que las vicisitudes del tiempo ha distribuido por Madrid, Valencia, País Vasco, Cataluña, Francia, Alemania o Latinoamérica. Pero, desde hace ya algún tiempo, esta seña de identidad de los campilleros sucumbe ante una paulatina agonía que amenaza con su silencio definitivo. La tendencia ascendente a la no participación, al olvido de las costumbres más arraigadas en favor de la cultura de la imagen, de las nuevas tecnologías, de la globalización, que se detecta en buena parte de las últimas generaciones hace mella en la fiesta del color, la ironía, la sátira, la caricaturización y demás manifestaciones del espíritu crítico.

Las carnestolendas se hunden ante la impasible mirada de una juventud pasiva y la desesperación de aquellos carnavaleros puros que sienten la impotencia propia de quien ve desvanecerse sus sueños, los de subirse al escenario a interpretar las letrillas ensayadas durante meses de convivencia, de tensión, de amistad, de desencuentro, de esperanza. La adhesión a esta pasión, a esta forma de vivir y de colaborar, es cada vez inferior, menos comprometida. Algunos se retiraron para dejar paso a sabia más joven, a nuevas ideas, pero éstas, aunque mantienen un elevado grado de calidad, no han conseguido rellenar la totalidad de los huecos dejados.

Falta gente, la implicación y el sacrificio de aquellos que se han visto obligados, ante la decadencia de la minería, a emprender su camino laboral fuera de la Cuenca Minera. Es imprescindible que, durante la transición que sufre la comarca en busca de un desarrollo alternativo al monocultivo del cobre, sólo se marchen en lo relativo a lo profesional, que prosigan su carrera personal, sus relaciones, en su pueblo, en la tierra que les ha visto nacer y crecer, en las calles en las que se ha cimentado su alma, junto a los campilleros con los que se han construido a sí mismos. Sólo de esta forma, el carnaval y, por extrapolación, El Campillo materializarán su anhelada evasión desde el letargo de la crisis hacia el desarrollo, la supervivencia, el bienestar, el progreso, la felicidad.

Pero también resulta primordial el despertar de quienes todavía hoy no se encuentran en esa fase en la que se debe buscar un empleo, en la que se antoja necesario el inicio del proceso de emancipación: los estudiantes. En ellos, en su juventud, en su pujanza, descansa la responsabilidad, el privilegio, de velar por lo suyo, por su pueblo. Como en todos los ámbitos sociales, de nada valen los compromisos asumidos por las administraciones, ya sean locales, regionales o estatales, si sus acciones no vienen acompañadas por el respaldo de los ciudadanos. Este punto es esencial. Su intervención puede, incluso, superar la ausencia de apoyo institucional, pero su carencia actúa sobre cualquier medida como un grifo que derrama las aguas de la inviabilidad sobre unos papeles útiles transformados en desecho.

Son incontables los instantes de gloria dejados sobre las tablas del actual Teatro Municipal Atalaya por cientos de campilleros, de carnavaleros que añoraban el mes de febrero desde el preciso momento en el que se enterraba el cántaro. Y con ellos tiene una deuda pendiente la última generación del pueblo, con ‘Los Califas’, esos viejos artistas; y con ‘Los Perendengues’, que aún repudian la posibilidad de bajarse del escenario. Ambas agrupaciones se erigen en artífices de lo que hoy es el carnaval de El Campillo, una celebración masiva que, sin insertarse en la maraña de un concurso, no tiene nada que envidiar a las carnestolendas de otras áreas geográficas onubenses.

Y aún hay que ir más allá en el recuerdo de la aportación de los distintos grupos que han inundado de colorido y de fantasía el febrero campillero: ‘Los Soldados de Plomo’, ‘Los Diablos’, ‘Los Esponjas’, ‘Los Trábalas’, los ‘Peques del Carnaval’, ‘Los Pitufos’, los ‘Heidis’, las ‘Pepito Grillo’, las ‘Pintoras’ y otros muchos más. Todos, con sus letras, han escrito buena parte de las páginas de la trayectoria de El Campillo, de su cultura, de su tradición, de su intrahistoria. Un libro inacabado, sin final, abierto, en el que deben estampar su sello los que son los depositarios del mañana, los jóvenes, los adolescentes, los niños.

Sólo hace falta una guitarra, una caja, un bombo y las telas de un disfraz. El resto, acompañado de los mimbres de la siempre magnánima ilusión, de las ganas, viene solo. El repertorio de pasodobles, cuplés y popurrí surge de repente, aunque su realización emerja en el horizonte como una utopía, como un tren que no llegará a tiempo a la cita de febrero. Al final, pese al desconcierto de los apuros, sube al escenario, envuelto en la máscara de un personaje creado por las horas de dedicación costurera de una madre. Una lucha contrarreloj que, si cabe, actúa como elemento redentor, como una excusa más para una satisfacción que experimenta su máxima expresión en el momento en el que la complicidad del público se hace patente en forma de aplausos para embargar de sublimes emociones al verdadero carnavalero.

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