La inutilidad de la adaptación
La búsqueda de la adaptación a la sociedad, al momento concreto, por parte de una formación política, la que sea, equivale al marcaje de un rumbo directo hacia la mediocridad. Si se trata de un partido progresista, de izquierdas, para más inri, supone una clara renuncia a la propia esencia, una traición a su ser, en la medida en que, si bien no supone una conversión total al conservadurismo, al no abogar por el retroceso y la abolición de las conquistas, sí entraña un viraje hacia él, porque se hace cómplice cobarde en la asunción de ese silencio de quien se limita a dejarse llevar por la marea. Cuando el timón es el conformismo, sin duda, se disipa la utilidad, pues poco o nada aporta a la felicidad de la ciudadanía. La consecuencia, la pérdida de la capacidad de liderazgo en esa guerra constante por erradicar la desigualdad y, con ella, la paulatina desaparición de la confianza de un pueblo que se siente engañado, que, en su decepción, se sumerge en la incredulidad y acaba por dar la espalda en las urnas. Ése ha sido el error histórico del PSOE contemporáneo, su torpeza, la acomodación a lo que hay, el ensimismamiento, la romántica contemplación de la obra del pasado, magna, el estado del bienestar, pero pretérita.
La meta del socialismo, siempre, no puede ser otra, es la transformación del mundo, para hacerlo mejor, más habitable, más soportable, más justo, más solidario, más libre. Nunca la mera adaptación al contexto, menos al actual, el de un capitalismo que no sólo prioriza, sino que persigue como fin único el beneficio, a costa de lo que sea, caiga quien caiga, aunque sea sobre el cadáver de los derechos sociales e, incluso, humanos. La aceptación de este sistema, por consiguiente, es la derrota, el sometimiento del vencido, la entrega del pueblo como rehén, como esclavo, al vencedor, la infidelidad a la clase trabajadora a la que representa. En ello incurrió el PSOE y en ello descansa su caída en picado. El cenit, la modificación del artículo 135 de la sagrada Constitución Española, en la que, bajo la cabeza de José Luis Rodríguez Zapatero, se plegó a los intereses especuladores de los poderes financieros, a la ‘troika’, la colocación de la estabilidad presupuestaria por encima de las personas. Una losa, una apostasía, por inexplicable o, al menos, inexplicada, que ha dejado a las siglas del puño y la rosa tocadas, muy tocadas, y ante la que su regenerada dirección tendrá que remar con vehemencia para que no acaben hundidas.
Ésa es la tarea, difícil, que tiene por delante el nuevo secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, el retorno de la nave a sus orígenes, a la apertura de las casas del pueblo, a la salida a la calle de cada dirigente socialista para, en asambleas abiertas a la participación de todos, escuchar a la gente, aunque grite, para que grite, y darle calor y soluciones a su sufrimiento. Huir, para siempre, de las aguas de ese aburguesamiento al que le ha conducido esa conquista de mínimos que conlleva la adaptación a un medio impuesto por las minorías, los poderosos, hostil para las mayorías, para las clases obreras y, por tanto, inaceptable para quienes las defienden o aspiran a hacerlo. Retomar la voluntad transformadora que define al socialismo desde su cuna, que le otorga su razón de ser y su papel de elemento imprescindible para la sociedad. Eso es hacer PSOE, y tiene que hacerlo, con el avance firme hacia la materialización de esa utopía de la igualdad y sin renunciar, por el camino, a ninguno de sus principios... Y con la suelta del lastre, del que se ha colado con otros intereses o del que entró socialista pero, con el tiempo, ha degenerado para ya no serlo, de esas voces que, en su desvío o desvarío, manchan, marchitan. Lo decía Pablo Iglesias, “no sólo hacen adeptos los partidos con sus doctrinas, sino con buenos ejemplos y la recta conducta de sus hombres”.
El programa de Pedro Sánchez camina, sobre el papel, hacia la redención y el recobro de la utilidad. El sellado de las puertas giratorias, el estrechamiento del cerco a la corrupción, la transparencia y la imposición de la ética constituyen un paso, ineludible, hacia la recuperación de la decencia perdida y el declive de lo que se denomina la ‘casta’ (servidores públicos que, en la práctica, no lo son). Ese expurgo de vergüenzas es clave para construir un modelo de igualdad y solidaridad con la cabeza alta, el que proviene de la reforma de la Constitución, del blindaje del estado del bienestar en el texto magno, de la exención del pago del IRPF a familias, parados y jubilados con rentas bajas o de la decisión de gravar la riqueza con un impuesto para ricos y la persecución del fraude fiscal, sin olvidar la derogación de la Ley Mordaza. La receta es sencilla: reducción de las diferencias y libertad. De no aplicarla, naufragará. El puño y la rosa, la fuerza del pueblo y la primavera, sobrevivirán, pero en otro lugar, lejos de ese referente que Pablo Iglesias fundara hace casi ya 136 años en aquella legendaria Casa Labra de Madrid. Porque si bien el socialismo no se ahoga, porque el socialismo es el mar, el PSOE es su barca y, como tal, sí puede zozobrar.
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