La autodestrucción del Capitalismo
La realidad, sus efectos sobre la sociedad, siempre es relativa. El punto desde el que se afronta, la perspectiva desde la que se observa, determina la respuesta de quienes la sufren, ya sea para bien o para mal. Pesimismo y optimismo. Éstos serían los dos extremos. El primero es el que, en el actual contexto de mayúscula crisis económica global, tan sólo barrunta un futuro de penalidades y sacrificios, de malestar y pesadumbre. En cambio, quienes se posicionan en la óptica de lo positivo, de la esperanza, alejados del hastío, continúan su tránsito con, al menos, ciertas dosis de ilusión hacia un porvenir de mayor bienestar. El Capitalismo se resquebraja, fruto de su propia carencia de escrúpulos, de su avaricia desmedida, de su culto al máximo lucro, de su despreocupación por el colosal reguero de desequilibrios y miseria que deja a su paso. Sus ojos sólo miran el horizonte que marca la riqueza, sin dedicar el aliento de un instante a contemplar la pobreza dejada en las tierras que no pertenecen al Norte, al mundo desarrollado. No tiene sentimiento de culpa. Su conciencia (o, más bien, su inconciencia) está tranquila. Pero ahora ese sistema sólido, ese modelo considerado como el paradigma de la productividad, se derrumba. Y ello actúa, para muchos, como una especie de alimento redentor. Sueños que parecían olvidados irrumpen de nuevo en la mente de quienes vieron negada su razón, de quienes nunca dejaron de creer en la libertad, la igualdad y la solidaridad, esos nobles valores sometidos por la historia al incesante pisoteo del egoísmo.
Detrás de un verdugo siempre hay algún inocente. El individuo, el obrero, durante tantos decenios obligado, bajo el manto de la manipulación y la propaganda, al consumo de unos productos que no necesita, es el principal perjudicado, la víctima más directa, la primera. Como siempre, el más débil es el que se ve abocado a las garras del paro, a las listas de morosidad por la imposibilidad de hacer frente a las puntuales cuotas de una hipoteca perpetua, a las subidas de unos tipos de interés que condicionan sus vidas y su cesta de la compra, cada vez más vacía. Sin embargo, ese pueblo llano, la gente de a pie, despreciado por las grandes multinacionales por subsistir siempre con el cinturón apretado, sin gastar, está acostumbrado a los malos momentos, porque forman parte de su rutina, al igual que las milagrosas calculadoras con las que las clases bajas y medias hacen números imposibles para llegar a fin de mes. Ahora bien, a la vez que como su condena, esta cotidianidad emerge como el elixir de su fortaleza. Los movimientos de masas, cuando despiertan, son capaces de transformar la sociedad, de romper las cadenas que entorpecen su crecimiento, que minan sus anhelos. Es indispensable, por consiguiente, la participación de todos, el compromiso de la mayoría, del conjunto de la amplia amalgama de agentes sociales existentes, con los jóvenes y su espíritu crítico, su rebeldía, como protagonistas.
Aunque no es tiempo de revoluciones, al menos tal como eran entendidas éstas en pleno siglo XVIII, sí es hora de cambios. La caótica situación, avalada por los continuos desplomes de las más emblemáticas bolsas internacionales, lo requiere. La excusa es perfecta. Los argumentos, incuestionables. Los líderes políticos de todo el planeta, la izquierda, están ante una oportunidad histórica de dar un giro sin precedentes. La intervención de los estados en el mercado está más que justificada, puesto que la economía de cada país depende de ello. El Capitalismo y sus agentes, esos culpables que, por cada gota de sudor de un trabajador contratado en condiciones de precariedad, han anegado sus bolsillos de fardos de billetes desconocidos para el común de los mortales, reclaman ahora inyecciones procedentes de las arcas públicas, de los impuestos aportados por quienes se levantan cada día antes de la salida del sol para poder poner un plato de comida en la mesa de su hogar. Sólo quieren que se les salve para luego retomar, en total libertad, las riendas del devenir. No se le debe negar la ayuda al sistema, pero tampoco se le puede devolver, después, el control absoluto. La receta es la firmeza ante las presiones de quienes ostentan el poder económico. La nacionalización de empresas, la integración de los estados en los grupos de accionistas, no debe ser un remedio pasajero, sino una senda hacia la máxima socialización posible de la insostenible Economía de Mercado. Eso sí, sin que utopías perseguidas en el pasado nublen y radicalicen la vista de quienes ahora recuerdan con nostalgia y confianza los principios de ese Marxismo tan denostado por la desregulación y la ambición sin límites de su antitético liberalismo salvaje.
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