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Pablo Pineda

Cadena perpetua

Episodios deleznables, repugnantes, aborrecibles, incomprensibles, espeluznantes... como el caso de la pequeña Mari Luz Cortés, la indefensa e inocente niña onubense asesinada de la forma más vil y cruel por un pederasta reincidente que estaba en la calle por el imperdonable error de un sistema judicial que se hunde en el marasmo de la burocracia, han reabierto el debate en torno a la idoneidad de aplicar la cadena perpetua por la comisión de determinados delitos. El despiadado abuso de menores, cuyo ya de por sí trágico desenlace se ve agravado, con frecuencia, por la desaparición definitiva de la criatura que sufrió la desgracia de encontrarse en su camino con una de esas bestias, de esos depravados sin escrúpulos, de esos enfermos sin cura, es una de esas agresiones. La violación o el terrorismo son otras de las realidades por las que importantes capas sociales claman un endurecimiento de las penas, eternizar la estancia en la cárcel de quienes emergen como claras amenazas para la libertad individual y la armónica convivencia ciudadana. Éste es el siempre legítimo objetivo de la campaña de recogida de firmas emprendida por la familia Cortés por todo el país. El Campillo no es ajeno a esta dialéctica. Es testigo reciente de un ataque a una joven que, gracias a la mediación del más fiel amigo del ser humano, un perro, sólo quedó en tentativa. El asaltante era de nuevo un individuo con antecedentes, una persona con una actitud violenta reiterativa. Otra razón de peso para quienes reclaman la máxima condena posible.

Los argumentos son terriblemente sólidos, difíciles de refutar. El grado de dolor causado por esos salvajes sucesos alcanza un valor tan desmedido, la sensación de desconsuelo es tan exacerbada, que nadie puede rebatirlos. Ni el más juicioso tiene derecho a frenar la iniciativa de una familia que sólo pide justicia. Y menos aún, si cabe, cuando lo hace desde la calma, la tranquilidad y la racionalidad y, en consecuencia, lejos del rencor, el odio y el deseo de venganza que cualquiera manifestaría si se hallara en su misma situación. Sin embargo, hay unas fronteras que nunca deben ser traspasadas, los límites marcados por la Constitución Española de 1978, por mucho que un criminal quiera vulnerarlos mediante sus acciones delictivas. El Estado de Derecho debe permanecer infranqueable, firme, fuerte. El espíritu de la democracia no debe tambalearse frente al anhelo de mano dura. Aunque la petición no pueda ser más fundamentada, los principios de una nación que ha construido su futuro sobre los cimientos de la igualdad y la solidaridad deben preservarse. La norma suprema que guía el camino de los españoles, el texto constitucional, en su artículo 25.2, establece que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y... el condenado... tendrá derecho al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”. La cárcel, por tanto, no es un castigo, sino un canal hacia una nueva vida en paz con el resto de la ciudadanía, hacia el perdón.

El Estado del Bienestar, el sistema de libertades del que disfrutamos hoy gracias al sudor, el esfuerzo e, incluso, la sangre derramada por nuestros antepasados más inmediatos, nuestros padres y abuelos, no debe dar muestras de retroceso, no puede evocar como algo positivo la represión de tiempos pasados, el miedo, el temor a una autoridad impuesta por los vencedores de una cruenta Guerra Civil. La soberanía del pueblo caería en un error si se pone a la altura de los asesinos, de los verdugos, de esas minorías que tanto daño provocan. El corazón, fruto de unas heridas que jamás cicatrizarán, lo demanda, pero hay que dominar, por muy costoso que resulte, esos impulsos que invitan a una reacción virulenta, ya que ésta no mitigará nunca un sufrimiento que permanecerá imborrable para siempre en el alma de sus víctimas más directas. La búsqueda del escarmiento sólo derivará en una esporádica apariencia de resarcimiento. Luego, una vez ejecutado, el vacío es el mismo: la ausencia del ser querido sigue presente. La solución pasa por el cumplimiento de la Ley, por la erradicación de los problemas de recursos que merman la eficacia de los Tribunales de Justicia, la reducción de unos plazos que alargan, hasta rozar lo inadmisible, la espera para la celebración de los imprescindibles juicios, sin los cuales se les negaría a los acusados o presuntos culpables la oportunidad de defenderse y demostrar su supuesta inocencia.

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