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Pablo Pineda

El voto para una Europa fuerte y solidaria

Europa se va a construir. El proceso de conformación del viejo continente como una unión de estados fuerte y sólida es imparable, seguirá su curso con mayor o menor rapidez, pero sin que nada ni nadie pueda detenerlo. Y esto es positivo, necesario, imprescindible. ¿Por qué? Pues porque la filosofía ya obsoleta de mera cooperación de países centralizada en Bruselas debe dejar espacio a un espíritu de integración, a una figura con mayor capacidad de decisión, a un Parlamento solidario y con una firme vocación social que disponga del suficiente margen de maniobra como para liderar y actuar de un modo directo, efectivo y justo contra situaciones globales como la acuciada crisis económica que asfixia al conjunto del planeta (no sólo a España, como al PP y a su líder, Mariano Rajoy, les gustaría) en los difíciles tiempos que corren. Todos los pasos que se den en este sentido (caso del proyecto, de momento aparcado, de la Constitución Europea), suponen una buena noticia.

Ahora bien, ese sueño europeísta de verdadera suma de esfuerzos para combatir los problemas que, en pleno siglo XXI, todavía afectan a la sociedad mundial (injusticia, mal reparto de la riqueza, explotación infantil, subsistencia de dictaduras, guerras, terrorismo), ese anhelo de diálogo y unidad sincera frente a la simple dialéctica de intereses particulares, frente a la egoísta retórica en busca de la satisfacción de las necesidades del estado o región propios, choca con un grave problema, con el lastre más pesado al que se puede enfrentar una democracia: la abstención. Sólo una participación masiva en las Elecciones Europeas del próximo 7 de junio puede acelerar la materialización en la práctica de ese deseo que no hace muchos años parecía una utopía: la edificación de una Europa capaz de encarar los retos del milenio, de llevar el bienestar allí donde no lo hay.

Lo contrario, no votar, sólo fortalece al nacionalismo, sea del color que sea: catalán, vasco, andalucista o español (el más peligroso de todos, por negar la pluralidad dentro de un mismo país y, en consecuencia, dividir a sus habitantes, al provocar, por un lado, un sentimiento de rechazo y, por otro, la lógica reacción de defensa de quienes ven ultrajadas sus señas de identidad). No asistir a la cita con las urnas es secundar a los que no creen en la apertura de fronteras, a los que se encierran en lo conocido, en la rutina, en lo cotidiano, por temor al progreso. Renunciar a la mayor expresión de la soberanía popular, el sufragio, sólo viene a reafirmar en sus creencias a quienes rechazan definirse como ciudadanos del mundo. Algo que sólo hacen por miedo, por pánico, al cambio, porque les turba todo lo que pueda conllevar una amenaza para su statu quo, para sus privilegios heredados.

Conformarse con lo que decidan los que sí acudan a los colegios electorales es apoyar a los que, fruto de su ignorancia e intolerancia, se autoproclaman propietarios legítimos de una pequeña área geográfica que, según entienden, les pertenece sólo a ellos. Da razones a los que se otorgan a sí mismos el falso derecho a tapiar hasta la más pequeña rendija de los límites que separan a un estado de otro con el único fin de evitar la entrada (y también la salida) de personas libres que no han tenido la fortuna de nacer en una tierra de opulencia y desarrollo, a quienes la suerte, o la divina providencia, les ha deparado un lugar de carencias, un papel de pobreza y miseria. Esa actitud de pasividad, de indolencia, no ejercer el derecho al voto, sólo beneficia, por tanto, a quienes nada más que ven efectos perniciosos en la inmigración, no un enriquecimiento cultural ni una aportación decisiva a la economía de un país (al frenar el envejecimiento y garantizar las pensiones, por ejemplo).

Ahora más que nunca, los ciudadanos tienen ante sí la posibilidad de marcar el rumbo del continente, de decidir qué Europa quieren. Es una oportunidad que no se debe desaprovechar. Sería un error delegar en otros, esquivar esa puerta que se abre el 7 de junio para levantar un mundo mejor sobre las ruinas dejadas en el actual por el ávido de poder y sin escrúpulos Capitalismo. Y es que la Unión Europea, con su Parlamento al frente, es el órgano que más garantías ofrece a quien ansía una transformación de la sociedad, a quien espera la reducción de la abismal brecha que separa al Norte del Sur, a los ricos de los pobres. Pero esa Cámara tendrá el color de los que introduzcan su opinión en la urna. Actuará en función de la ideología y el punto de vista de los que sí voten. El resto, probablemente, no estará representado, porque habrá regalado su voz a unas siglas que no comparten sus inquietudes. Habrá callado. Habrá silenciado sus ideas. Habrá enterrado su libertad. Y Europa se construirá sin tener en cuenta su pensamiento, sus principios.

No vale como excusa el argumento de la desgana: la distancia, la falta de proximidad y el desconocimiento de lo local que se achacan a los eurodiputados. No es así. Europa no está tan lejos de la realidad, del territorio, del pueblo. Sus actuaciones tienen una incidencia directa en todos los municipios, en especial, en aquellos que se ubican en las zonas rurales (los más necesitados). El destino que se da a los fondos europeos, a las partidas económicas que sustentan programas como las políticas activas de empleo (talleres de empleo y escuelas taller) o dan el primer empujón a los jóvenes emprendedores para que puedan cumplir su sueño de crear una empresa es debatido en Bruselas, en el mismo hemiciclo en el que los grupos neoliberales y conservadores, la derecha más retrógrada, trataron de imponer la despiadada directiva de las 65 horas de trabajo semanal en un intento de barrer de un plumazo los derechos y avances sociales conseguidos por las clases obreras tras siglos de lucha y sufrimiento. Ahí estuvo la izquierda para evitarlo.

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