Fumata negra
Habemus acordatio. Del PSOE, empeñado en dibujarse como una izquierda moderada, de centro, razonable y responsable, que en su adaptación a la modernidad, en ese tránsito, difumina, aparca, la meta de las transformaciones sociales perseguidas y auspiciadas en aquella romántica época de lucha de clases, obrera, dejada atrás por las muchas conquistas logradas, mas inacabada. Porque es interminable, ya que siempre habrá quien quiera propulsar el retroceso a aquellos tiempos, aunque lo parezca, no tan remotos (véase, por ejemplo, la última legislatura del PP y la desigualdad generada en apenas cuatro años). Con Ciudadanos, la nueva marca, la versión maquillada y, por tanto, limpia (y, como tal, necesaria para romper un monopolio enfangado por la suciedad de la impudicia como el de la gaviota) de la derecha de siempre. Habemus pactum. Pero para la fumata negra. No blanca. Porque no derivará, no por sí solo, en la elevación de Pedro Sánchez hasta el Gobierno. Al menos, no en primera instancia. No en primera vuelta.
No salen las cuentas: 130 diputados no bastan. Ambos, todos, pues, de lo contrario, habrían de ser catalogados como los más torpes (o aventajados) de los onagros, lo saben. Habemus, en consecuencia, estrategia. Nada más. Un movimiento más en esta partida de ajedrez que se dirime en un tablero, bajo una espiral de incoherencias constantes, en un laberinto de diálogo obligado, de precipitación, de vertiginosos e incesantes cambios de pareceres, de múltiples jugadores que, sumidos en el frenesí de la inmediatez, de la irreflexión, caen y recaen, una y otra vez, en el lastimoso donde dije digo..., en la ligereza de principios, en su prostitución. Porque no sirve para poner fin a la era de Rajoy con la investidura de un nuevo presidente, socialista, la única opción sin mediar un paso por las urnas (lo cual, dicho sea también, emergería como una traición al pueblo, como un cuestionamiento de su propia inteligencia, como la no aceptación de su soberanía y su mandato). O, lo que es lo mismo, habemus nada. O mucho.
El contenido, es cierto, recoge la esencia del programa del PSOE, de ese contrato que desplegó ante la ciudadanía el pasado 20-D. No es de máximos. Es insuficiente. Sí. Aunque tampoco de mínimos. Tal vez, incluso, hasta ceda más la formación naranja, que se muestra así como una derecha más templada para ganarle ese espacio a un PP soberbio, prepotente, cegado por la desfachatez del rodillo de su mayoría absoluta. Para los socialistas, quizás, sí, adolece de falta de ambición, presenta inconcreciones que siembran dudas, que abren incógnitas, sí; ahora bien, que conceden también una coartada para, en la práctica, agitados por los vientos contemporáneos de promesas incumplidas, de papeles mojados, ir más lejos en una hipotética acción de gobierno. Hay sombras y luces, por supuesto, pero no importa. Porque el acuerdo no deja de ser una declaración de intenciones a la postre, si fuera preciso (lo será), matizable, ampliable. El texto, más progresista o más mesurado, al fin y al cabo, es lo de menos. Porque no es realizable. No por sí mismo, por la sola fuerza de quienes lo suscriben. Y, como tal, está condenado a sufrir (o celebrar) modificaciones sustanciales si otros se adhirieran o, si no, directamente, a ser reemplazado por otro bien distinto.
Sólo cabe una mera cuestión tacticista, o eso anhelan, al menos, aquellos que confiaban, y confían, en la alianza de la izquierda. La maniobra, desde luego, no aporta la victoria en esta guerra, pero sí lleva a Pedro Sánchez a ganar pequeñas batallas de cierta trascendencia en un contexto en el que todo pende sobre un hilo. La aquiescencia de Ciudadanos aísla, arroja al ostracismo a un PP que se ve desprovisto de su último cartucho, de su único sostén posible. Lo lanza al abismo de la soledad (la misma en la que ha estado instalado estos años, aunque ahora sin su supremacía), a la celda de la oposición, para que, denostado, cumpla la merecida condena por su indecencia manifiesta. Y así, en paralelo, aplaca la presión, acalla esas posiciones canallas que abrazaron los mal llamados barones y ruinosos pesos del pasado (de ese denominado aparato del que es esclavo y del que ha de liberarse sin mayor dilación) en su recelo exagerado, más o menos justificado, pero exagerado, hacia Podemos (también alentado por la propia formación morada para desgastar al PSOE, que no deja de ser su principal competidor, con determinadas exigencias, cuanto menos, censurables). Todo, a la vez que obtiene el beneplácito, imprescindible, de la firma naranja para aquellas reformas (como las de la Constitución) que requieren una mayoría aplastante.
Estrategia. Para superar escollos, para perder la primera votación y luego volver al encuentro con la izquierda y sellar ese pacto natural en segunda vuelta, ya con Ciudadanos sin otra salida que la de erigirse en actor cómplice. Éste es el deseo, la esperanza, el único atisbo de luz de quienes asistieron, perplejos, estupefactos, a la puesta en escena del acuerdo. Ésta es la única explicación aceptable (y hasta viable, ante una más que improbable, por paranormal, enajenación mental que llevara al PP a dejar vía libre a Sánchez). No hay otra. La militancia no entendería otra. Lo contrario sería el suicidio, la muerte sin remedio. Sólo vendría a sumir a esas bases, a los socialistas sinceros, a los de firmes convicciones, a los que creen en aquella palabra de Pablo Iglesias Posse (y tantos otros) que rezuma verdad humana, en la decepción definitiva, en un desencanto terminal. Requeriría que toda esa indignación, la rabia acumulada, se torne en compromiso, activo, apasionado, vehemente, imparable, para sacudir, para, con ese puño, zarandear el árbol desde sus entrañas y amputar hasta la última de esas hojas caducas, decrépitas, que enmohecen la rosa, la grandeza de sus principios.
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