El candil, lumbre minera y flamenca
Ana García y Alfonso Corbi alargan con su voz la historia de la renacida Peña de El Campillo, desnudada por el pincel de Juan José Gómez Márquez · Al toque, Manuel Rodríguez, en el Circuito Por la Ruta del Fandango dedicado a los cantes de ida y vuelta
EL CAMPILLO. La Corta Atalaya, el pozo minero, el malacate, la lumbre del candil, el rojo cobrizo de la sangre obrera que mana del corazón de la Cuenca, que discurre por las aguas tintas que la bañan, el desgarro de una tierra, de su gente, su fuerza, su libertad clandestina, que brota, para volar, desde las entrañas del toque de la guitarra y el cante, del flamenco... La obra, magnánima, de Juan José Gómez Márquez, de su pincel preciso y rebelde. La interpretación, de la voz, brava, sublime, de Ana García Caro, de la garganta, inagotable, de Alfonso García Corbi, y de la maestría en las cuerdas, de la música sutil, de Manuel Rodríguez. La narración, erudita, de Luis González. El arte, que grita, aun cuando calla, que viene y va, que emigra para beber el agua, fresca, de otros manantiales, para respirar la pureza de otros aires, remotos, y regresar, para quedarse, eterno, en el viento, templo consagrado a las musas, en la Peña Flamenca Candil Minero de El Campillo, otrora estación del ferrocarril de la Río Tinto Company Limited y ahora museo, parada ineludible de la Ruta del Fandango.
Día de estreno y, como tal, de miradas expectantes. Se presentaba el mural que desgrana el ser de una entidad con historia, que ha sabido romper las cadenas de dos décadas de larga noche y renacer, vigorosa. Se descubría la pintura que desnuda su esencia, su origen, para entregarse y ser arropada, como antaño, y cantada. Y lo fue, por el calor de su público y por la loa del Circuito Flamenco que la Federación Onubense El Fandango, con la colaboración de la Diputación Provincial, dedica a los palos de ida y vuelta. Por vez primera lo hacía Ana García Caro, recién elevada a los altares del cante en el III Concurso Nacional de Saetas de Cartagena, diamante en sí misma que sueña con la conquista, para Huelva, con su luz, de la Lámpara Minera del Festival de La Unión. Recitaba los versos de sus perfectas malagueñas, semilla que se erige en nexo entre el fandango y las tarantas o las granaínas y que ella convertía en poesía para dejar grabado para siempre su nombre en el Candil Minero de El Campillo. Como lo hizo también el, aunque joven, viejo conocido de la peña salvocheana, Alfonso García Corbi. Versátil, completo, sobriedad y espectáculo en uno, dominio de las tablas, arrancaba por seguiriyas, con su sentimiento, su jondura, su quejío. El público sucumbía, embelesado, al arte.
La sugestión era máxima, total. El auditorio, callado, en silencio, aun inmóvil, partía una y otra vez, con la palabra ilustrada de Luis González, rumbo a América, inmerso en ese traqueteo constante, en ese vaivén permanente, en esa mezcla de culturas, de cante, que impregna el flamenco y de la que emergen la milonga, armoniosa, con su drama leve, la vidalita o la guajira. Un viaje acompasado por las melodías, cuidadas, magistrales, creadas por los dedos de Manuel Rodríguez. Una marcha para volver, traídos por el duende de Ana García Caro y Alfonso García Corbi, a la granaína, difícil, profunda, agrandada por ella; al tango, hondo, palo básico que también cruzó el Atlántico; a los caracoles, como las alegrías, festeros, cantiñas, excelencia gaditana; a la bulería, con el griterío, el jaleo, el bullicio de este género que deriva de la soleá, de esa matriz cuyo dominio es una gesta reservada sólo a los elegidos de un arte que es Patrimonio de la Humanidad... Y al fandango, bordado definitivo, fundamental, culmen de la belleza, del candil, minero, flamenco.
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