La derecha nunca escuchará la voz libre de la indignación
La derecha nunca escuchará la voz libre de la indignación. Porque ésta emana de la rebeldía. Una acción, un sentimiento, una pasión, una forma de entender la vida y afrontar el mañana que, por naturaleza, es de izquierdas. La desobediencia al orden establecido jamás germinará en el seno de ninguna fuerza conservadora. La postura de éstas, desde sus ramas más moderadas hasta los sectores neoliberales e, incluso, las facciones más extremistas e intolerantes (fascismo, racismo, nacionalcatolicismo o fundamentalismo religioso), todas monopolizadas en nuestro país por las siglas de la gaviota, el PP, siempre será la misma: el acatamiento, la sumisión, la disciplina, el silencio cómplice o la aquiescencia explícita y descarada ante los abusos de los mercados, del devastador y autodestructivo Capitalismo, de los bancos sin escrúpulos que desahucian a quienes ellos mismos han conducido a la ruina más absoluta a través de sus cantos de sirena en forma de préstamos imposibles de asumir, de hipotecas opacas con tipos de interés desorbitados. Todo, sin obviar su bendición a la rancia excomunión eclesiástica de los ‘pecadores’ que sólo buscan escribir las páginas de su futuro, la felicidad, el amor, sin dañar a nadie en su camino (léase matrimonio gay).
La derecha nunca atenderá ese grito de desesperación. Le falta lo imprescindible: humanidad, proximidad, sensibilidad. Y si aparenta hacerlo, sólo será como puente oportunista, como escalera hacia el poder, su verdadera y única meta. Una vez en las alturas, en la poltrona, en el trono que, a su juicio, le pertenece (poco menos que por imposición divina), del que no entienden que el “harapiento” pueblo, la democracia, la pueda bajar, ignorará la legítima petición de auxilio de una sociedad a la que no comprende, que ni conoce ni se molesta en conocer. La opulencia en la que habita la ciega y le impide acercarse a lo terrenal, a la realidad de la gente, de quienes sufren. La gaviota, en consecuencia, picoteará los derechos sociales y las legítimas reivindicaciones del redentor 15-M como si del ave más carroñero se tratara. Porque lo es, porque se erige en un buitre para el estado del bienestar, en un pájaro insolidario que se ceba con los más débiles, con las desgracias de quienes padecen la crisis, su coartada, para abaratar los despidos (hasta 12 días por año trabajado -demanda de su amiga, la CEOE-) y acrecentar los privilegios de los que más tienen.
La capacidad de indignarnos, de derramar nuestros versos sueltos, es lo que nos hace libres. Y eso no le gusta (es más, incomoda) a la gaviota que, tijera en pico, planea sobre nuestras cabezas. Ya el ilustrado José María Aznar (el presidente de la Guerra de Iraq, del Decretazo, del Yakolev 42, del Prestige, de la burbuja inmobiliaria y la especulación urbanística que nos ha estallado en la cara, o de la privatización de Almagrera que, a la postre, dejó en la calle a todos sus mineros) ha espetado que el Movimiento 15-M no es representativo de ningún sentir colectivo. Había centenares de miles de personas en la calle. Para él, algo insustancial. Ante esta amenaza, la de la derecha, la de la pérdida de la oportunidad histórica que nos brinda la crisis para erradicar el fracasado Capitalismo, para construir un modelo productivo más justo, igualitario y sostenible, unos mercados regulados por los estados, no por la ambición sin límites de los agentes financieros, ahora es el momento, como propugna Stéphane Hessel en su libro, del compromiso. Una vez despertada la masa obrera dormida, es la hora de dar un paso más, de cambiar las cosas, de culminar la revolución.
La abstención o el voto nulo quizás sea, en este sentido, un castigo merecido por el socialismo, pero nunca la solución, pues la penitencia será servir en bandeja el poder al peor administrador posible de nuestro descontento, a quien, desde el desprecio al pueblo, sólo dirigirá su mirada a un horizonte retrospectivo, que nada más que pretenderá dar pasos hacia atrás, retroceder a tiempos pasados, arcaicos, y exterminar con ello las conquistas sociales alcanzadas tras siglos de sudor, sangre y lucha de los insumisos y rebeldes que nos precedieron. Sólo nos queda, por tanto, la izquierda que abandera el socialismo, el PSOE, necesitado de regeneración, es cierto, pero es la izquierda. No puede haber mejor manera de transformarla que desde dentro, el mejor punto para dinamitar esos cimientos desgastados, aburguesados. Y qué mejor mecha que la entrada de toda esa savia nueva, de todas esas ideas que brotan de tantos y tantos indignados que claman justicia, libertad y solidaridad.
El compromiso no sólo es el voto, la pasiva introducción de la papeleta en la urna, sino la entrada en los partidos, en la política, la participación en los programas electorales, en la redacción de las leyes, la ocupación de escaños en las instituciones, el canal desde el que, de verdad, se puede contribuir a cambiar el mundo, a velar por un mañana mejor, menos pobre y miserable, con menos diferencias de clases, con más bienestar. Pelear por lo que queremos. Impedir que la economía marchite lo social. Éste es el reto, lo que nos jugamos el 20-N, un anhelo que se puede plasmar en la realidad, un sueño, una utopía, que se puede ganar con la confianza en el aroma de la rosa y la fuerza del puño izquierdo, con su renovación, con la inyección de la frescura de una juventud no contaminada por intereses particulares, cuyo único bien son los ideales puros y sinceros. No será fácil, pero sí es posible. Y tenemos que intentarlo, porque no es poco el tramo que hemos recorrido, porque se lo debemos a los que quedaron por el camino y porque, como dijo Pablo Neruda, “podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera”.
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