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Pablo Pineda

Exaltar la rosa a nueva vida

“¡Pobre rosa! De nada te han servido tus defensas, ni tus estambres, reclamando vida, ni las fragancias que en el alma escondes: el jardinero te troquela en ramo... para morir estática, sabiendo la tortura en que agonizas… Los ojos que te miran de sobra sabes que ya no te ven, final aborrecible siendo aún bella. En soledad mortal de cementerio hoy te han dejado, sólo para adornar una mortaja”. Estos trágicos versos de Azorín parecen escritos hoy para llorar el estertor del PSOE, de algo más que un partido, que unas siglas, de algo que, aunque haya quien, al más puro, y arcaico (o, quizás, no tanto), estilo absolutista, se autoproclame “la única autoridad” o quienes, como si de un señorío de aquellos contra los que nació se tratara, se otorgan a sí mismos el ominoso título de barones, no es patrimonio de nadie. Porque ni siquiera lo es de sus militantes, ni tan siquiera de sus votantes (los que todavía lo son y los que alguna vez lo fueron), sino de todos, de la sociedad, la misma a la que, desde que irrumpiera aquel 2 de mayo de 1879, como una luz de esperanza que ahora se apaga, ha transformado, construido, sobre la base de los tres pilares fundamentales e irrenunciables que lo levantan, la libertad, la igualdad y la solidaridad; la misma que, aún hoy, como nunca y como siempre, lo necesita vivo.

Pero está malherido. El ansia de poder, máxima expresión del egoísmo, se ha cernido, una vez más, sobre la grandeza de sus ideas y el espíritu de justicia que las anima en forma de devastadora tempestad para hacerlo jirones. El resultado, la consabida caída anunciada de Pedro Sánchez, del primer secretario general del PSOE elegido de un modo directo por las bases, sin votos delegados, que se empezó a fraguar con el golpe asestado con la dimisión de 17 miembros de su Comisión Ejecutiva y que culminó con la conformación de una gestora tras los sucesos del Comité Federal del 1 de octubre, fecha que quedará grabada a fuego en una familia, la socialista, que desde entonces nada entre las aguas de la pena y la vergüenza. Era el juego sucio de siempre, paradójico, cuanto menos, por su acuciado carácter antidemocrático en el seno de una organización que se define como adalid de lo contrario. El mismo que ya sufrieron, ejemplos de tantos otros, los denominados guerristas en su resistencia ante los renovadores, el que tumbó a Josep Borrell tras imponerse a Joaquín Almunia en aquella segunda mitad de los 90 para olvidar o el que padeció Carme Chacón en 2012 (y, curiosamente, se repiten algunos de los precursores, a los que se suman los alumnos aventajados que han aprendido en su escuela). Y, como en todas esas ocasiones, al descartar cualquier intento de gobierno alternativo al PP, aboca, si nada lo remedia, al mismo final, el triunfo de una derecha, la de aquí, indecente y corrupta.

“Observad la alegría con que los enemigos del socialismo esperan el desgarramiento de nuestro partido y, dando una muestra de elevado sentido, haced que esa alegría se trueque en tristeza”, dijo Pablo Iglesias Posse. “Coserlo” a balazos se antoja, en este sentido, una extraña manera de seguir la recomendación del fundador del PSOE. Como también lo sería la abstención unilateral de la dirección para favorecer la investidura de Mariano Rajoy sobre la bocina como “mal menor” ante la amenaza de una derrota todavía mayor de la izquierda en unas terceras Elecciones Generales. Esta decisión, un estigma que ahondaría (con el agravante de la reincidencia) en esa llaga, que aún sangra, de la reforma, sin el pueblo, del artículo 135 de la Constitución para anteponer la estabilidad financiera y la limitación del déficit al estado del bienestar, es de tal calado, tan trascendental, que no puede tomarse si no es con el aval de la militancia. Por dignidad democrática, y porque será ésta (lo que quede de ella) la que, como ocurriera entonces, más soportará sobre sus espaldas la cruz del desprecio de una mayoría social que, cargada de razón, se sentirá traicionada de nuevo, máxime cuando hay una tercera vía en ese dilema entre el morir de pie o el vivir arrodillado.

La oposición tajante de unos y el escepticismo de otros ante la posibilidad de materializar ese sueño romántico de la unidad de la izquierda, el tejido de una alianza progresista con Podemos e IU, ya sea apoyada en las fuerzas nacionalistas e independentistas (el no a éstas emerge como una falacia con aromas de excusa, pues no es ninguna novedad, y el portazo al diálogo, lejos de resolver el conflicto territorial, lo agranda) o con el concurso de Ciudadanos (y su bienvenida supuesta “voluntad regeneradora”), siembran una duda que no es, ni mucho menos, insustancial. La pregunta es, en su justificada o no demonización del partido morado (cuya agresividad no es muy distinta a la que en su día manifestara el PCE en su legítima aspiración de ocupar su lugar como referente de las clases trabajadoras), en la que obvian que, con ello, menosprecian también a los millones de votantes socialistas que, hastiados, han emigrado hacia él y dificultan, por tanto, su retorno, qué futuro quieren para el PSOE. Si desean su hundimiento definitivo para, quién sabe, erigirse en salvadores y sacarlo del fondo del océano o si, simplemente, navegan en la ensoñación de un optimismo desmedido y creen factible obtener, a corto o medio plazo, una mayoría suficiente para gobernar de nuevo en solitario (a pesar, incluso, de esa losa del sometimiento de aquellos a los que se debe, a los más débiles, a cuatro años más de mandato del PP). Este horizonte se vislumbra más como un espejismo, un ilusorio oasis en medio del desierto, que como una realidad.

No ha de ser esta muerte, no obstante, el desenlace. El miasma de las intrigas palaciegas de unos dirigentes históricos y territoriales que, en un ejercicio de deslealtad sin parangón, no han dudado en contradecir a un secretario general que no hacía más que cumplir con el mandato del soberano Comité Federal, ha despertado a unas bases que, en su indignación y de un modo abrumador, no están dispuestas a torcer el brazo y salir del rotundo ¡No a Rajoy y al PP! Una fuerza que, de dar el paso, y a diferencia de esa pobre rosa que ilustra con su poesía Azorín, sí puede hacer que sea el viento quien le arranque el pétalo hasta quedar desnuda y la abeja la que libe su jugo para polinizarla... De ello, desde luego, depende dejar atrás la tristeza que emana de los sepulcros de un país que se sume en la oscura noche, el hallazgo de esos anhelados rayos de sol que se esconden allá donde la vista no alcanza, se pierde, pero que están. Por ello, no es hora de marcharse, de que la militancia socialista se refugie en el exilio, huya, sino de que se quede, y de que vuelvan aquellos que, hartos, apesadumbrados, se fueron… Para, como en tantos otros tiempos infortunados y decadentes, entre todos, exaltar la rosa, que duele, y, con ella, España, a nueva vida.




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