Paqui Fernández y Luis Eduardo Delgado toman la vara al grito de ¡Vivan los mayordomos!
El pregón de Antonio Félix Torrado y la apertura de la Ermita preparaban esta semana la doble peregrinación de la Romería de la Santa Cruz
EL CAMPILLO. La Ermita de la Santa Cruz de El Campillo ya espera a sus romeros. Ya está engalanada para recibir a su pueblo. Los mayordomos tomaban ayer la vara al grito de “¡Viva!”. Paqui Fernández y Luis Eduardo Delgado cogían el testigo de Isabel María Romero y Héctor Alejandro Muñoz, cumplían un sueño que se alargará durante todo el fin de semana. Han sido unos días de preparativos, de nervios, de sentimientos encontrados, de nostalgia, de ilusión y esperanza, de reencuentro. El pregón de Antonio Félix Torrado daba el pistoletazo de salida, la luz verde a la fiesta más esperada por los campilleros, los que están y los que vuelven. Son momentos intensos, instantes de emociones constantes. Ayer ya era viernes. Por la mañana, como rezan los versos de la sevillana, nadie dormía. Hoy, menos. Con la medalla en el pecho parten todos hacia Rocalero, por la senda que se abre tras Cuatro Vientos, a pie, a caballo o en carreta, sin voz en la garganta, con una devoción inusitada, máxima.
Todo se presagiaba ayer. Lo insinuaba el ambiente, el aire, el esplendor que se respiraba por cada recoveco del núcleo minero. El mismo que se repite en cada edición, en cada albor de mayo, desde hace ya 35 años. El colorido inundaba una Plaza rebosante de gente, en ebullición. Las flamencas lucían ya sus mejores galas. Los jinetes montaban sus caballos para esparcir el sonido y los aromas del perenne traqueteo de los caballos. El pueblo, entre sones de tamboril, acompañaba a los nuevos mayordomos y a la Hermandad que preside Enrique Diéguez hasta la Ermita, cargado de flores para la Santa Cruz, para su ofrenda. Un día antes lo hacían los más pequeños, como garantía de futuro, como aval de un arraigo profundo, de lo que es ya una seña de identidad de los campilleros, una parte de su ser. La alegría se palpaba, se veía en cada rostro, como también en los abrazos de quienes se volvían a ver. La estampa era idéntica en cada rincón.
Hoy, tras las inevitables miradas al cielo, tras la búsqueda de la seguridad de que la lluvia no va a hacer acto de presencia, de la siempre anhelada ausencia de nubes (aunque sin excesiva preocupación, porque nada lo frenará), el pueblo entero, como también lo hará mañana, se adentrará en la senda, camino de Rocalero. Avanzará por la vereda, entre jara y brezo, entre las aguas que bautizarán a los peregrinos noveles, a por el romero con el que agasajar a la Santa Cruz al retorno a unas calles que se quedarán desiertas, vacías, habitadas sólo por el lejano eco de las guitarras, las palmas, los tambores y el cante de sevillanas. Todas, con un broche, con un colofón, con ese último aliento que nunca cesa de emanar, que emerge de cada carreta, de cada garganta, de cada campillero, de ese ineludible “¡Viva la Cruz de El Campillo!” Esa Santa Cruz, como recitaban los versos de uno de los fundadores de la Hermandad, el ya desaparecido Rodrigo Palacios, “de España la más bonita”.
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