Blogia
Pablo Pineda

El flamenco renace en El Campillo

El flamenco renace en El Campillo

El duende volvió a bullir en la antigua Estación del Ferrocarril de la RTCL, sede de nuevo de la Peña Candil Minero · Ángel Romero, Mario Garrido y Manuel Batista, con el toque de Antonio Dovao, rompen dos décadas de silencio

EL CAMPILLO. El flamenco renace en El Campillo. Tras un paréntesis de dos décadas, tras una gestación, una espera, de cuatro años, la salvocheana Peña Candil Minero, su duende, volvió a bullir en su sede, la misma de antaño, la antigua Estación del Ferrocarril Minero de la Río Tinto Company Limited. Rompía su silencio, el sábado, bajo la luz del circuito con el que la Federación Onubense El Fandango, con el apoyo de la Consejería de Cultura, homenajea a Antonio García El Brujo por la geografía onubense, que celebra el quinto aniversario de la declaración del Flamenco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Con el pellizco de cada palo, de cada cante, del que sale del alma, como la soleá. Con la voz de maestros del ayer y del hoy, de Ángel Romero, Mario Garrido y Manuel Batista. Con el toque, excelso, de Antonio Dovao. Con un público que fluctuaba entre la nostalgia y la alegría, que entremezclaba recuerdo y retorno, que rememoraba un adiós que se torna ahora en bienvenida.

Ángel Romero, con su garganta veterana, por soleá, por esa matriz que eleva a quien la conquista, ponía en marcha el crono, establecía el nuevo kilómetro cero. Daba continuidad a esa senda que quedaba en vía muerta a principios de los años 90, la misma en la que se colocaba una nueva primera piedra el 21 de octubre de 2011, cuando un grupo de campilleros constituyó una nueva directiva presidida por el tenaz Francisco Cumplido Orta y en la que se encontraba también el desaparecido, pero presente, José Gómez Carrasco, Chele, guardián del monte y amante del cante que dará nombre a la futura Escuela de Flamenco. Era inevitable. La noche rezumaba sentimiento, pasión, la de las dificultades, la del esfuerzo, aunque con un marcado tono de fiesta. Era un día de felicitaciones, de detalles, de abrazos, de sonrisas, de caras de objetivos cumplidos.

Pero el flamenco es sufrimiento, como el que brotó del cante profundo del moguereño Manuel Batista, quien, tras deslizar el pincel de su oratoria por los vastos campos de este arte, se arrancó con la primigenia toná. Con versos para quienes, según el trazo de sus propias palabras, no dudaron en someterse al martirio y a la muerte por defender la libertad, para quienes lo hicieron en El Campillo, en la vieja Salvochea, para quienes se rebelaron al toque de silencio de quienes llamaban a callar. Grande, como el manejo de las cuerdas de Antonio Dovao, inconmensurable, como los tientos y tangos con los que Mario Garrido completaba la primera tanda de la velada para dar paso de nuevo a Ángel Romero, a sus malagueñas, y retomar el pulso con las seguiriyas, con su estremecimiento, con su jondura, con el quejío de este segundo núcleo, de este género que es columna vertebral del flamenco, parte de ella, costilla de la toná.

Llegaba el turno de la caña, de ese género que, considerado tronco primitivo de los cantes andaluces, alcanzó altas dosis de popularidad en los albores del siglo XIX y en el que destaca, según resaltó durante su intervención Manuel Batista, la variante de El Fillo. Y luego irrumpían en la sala las atractivas cantiñas, su dinamismo, el carácter festero que las define. Con ellas se daba el salto, la subida, a la cima del fandango, desde la que los tres maestros, acariciados, siempre, por la música perfecta de Antonio Dovao, cantaron “lo que otros decían llorando”. Mano a mano, todos, tendieron su voz, su arte, eterno, como en aquellos mágicos años 80, a la Peña Flamenca de El Campillo, al Candil Minero, para agarrarlo, fuerte, para alumbrarlo en su cuna, para que no se apague, nunca más.

0 comentarios