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Pablo Pineda

Opinión

Convencer

“He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”. Lo dijo José Saramago. Quizás tuviera razón. Quizás sea mejor optar por el silencio, abandonar la insistente retórica, aun cuando se piensa -se está seguro- que se está en posesión de la verdad, porque tal vez no se sea el propietario de la misma, o, al menos, del cien por cien de su capital. Quizás sea mejor no hacerlo, desistir, callar, renunciar a la memoria -esa misma que quieren borrar- y, con ello, por ende, a la dignidad, andar perdido, para que sea cada individuo, o cada colectivo, el dueño de su error -o de su acierto-, para que no sean otros los que teledirijan o vivan por uno mismo.

Sí, quizás sea mejor el silencio, aunque ello nos lleve, nos aboque, al destierro de la incomprensión, a la impotencia de la derrota, a que nuestras alas, agrandadas por los más nobles sueños cumplidos, mas rotas por la desesperanza, nos impidan hasta caminar, al hastío, a la soledad. Sí, tal vez sea mejor no hacerlo en unos tiempos en los que los argumentos, los datos, la palabra dada, los hechos, no importan, en los que la mentira, y también el odio -si es que la una no implica, necesariamente, lo otro-, se extiende como la pólvora, como un manto negro que anula la conciencia, que convierte, he ahí su poder, a la víctima, santa inocente, en el más fiel seguidor de su verdugo.

Nada sirve, nada puede servir, ante tal apatía, ante tal sobrada fuerza bruta que alimenta los más bajos instintos de una sociedad, de una parte de ella, que, en su vulnerabilidad, cabreada, agoniza, muere -porque vivir es otra cosa-, en una guerra permanente con el mundo, y quién sabe si hasta consigo misma, que está condenada a perder. Nada sirve, nada puede servir, ante quienes, como apuntaba Unamuno, tienen la capacidad de vencer sin convencer, sin persuadir, ante una derecha -y una extrema derecha- embustera que, sin el más mínimo pudor, y de manera impune, igual hoy como ayer, no duda en engañar al pueblo para ganar su voto -o su abstención- y luego olvidarlo o, si me apuras, arrodillarlo.

Nada sirve, nada, cuando todo vale. Nada puede servir cuando al PP de Feijóo -como a los otros- le basta con sacar a pasear, de un modo miserable, en cualquier contexto, el nombre de la banda terrorista ETA como si ésta fuera un estigma para el PSOE, como si ningún socialista hubiera muerto asesinado, como si no fuera hace doce años cuando desapareció, acorralada, bajo el Gobierno, sí, de Zapatero, como si no fuera el expresidente Aznar quien la rebautizó como Movimiento Vasco de Liberación a la vez que acercaba al País Vasco a más presos que nadie. Sí, le basta con asociar a Pedro Sánchez con Bildu, obviando que la asunción de las urnas por parte de la izquierda abertzale como vía única hacia sus fines sólo puede ser interpretada como una victoria, otra más -qué orgulloso estaría hoy Ernest Lluch-, de la democracia -que la extrema derecha crezca a través de ellas, en cambio, evoca la figura del caballo de Troya-.

Sí, con tan poco tapan los verdaderos intereses a los que representan, por no citar a aquellos con quienes se embarcan. Sí, con tan poco ocultan que no tienen otro proyecto para España, por mucho que manoseen la bandera y se la apropien, nos la roben, para pisotear su diversidad -y la convivencia- y alardear de un patriotismo falaz y soez, que derogar -ese verbo que tanto promulgan, cuando la belleza reposa en el construir- nuestras mayores conquistas como sociedad, nuestro patrimonio, nuestra patria, los derechos que hoy disfrutamos -y no protegemos lo suficiente-, los avances hacia la igualdad, esos que nunca quisieron, los de ahora y los de antes, para restablecer privilegios, los suyos.

Sí, con tan poco contrarrestan cada medida, cada mano tendida a la ciudadanía, en medio de una pandemia, primero, que paró -y confinó- el mundo y una guerra a las puertas de Europa, después, que a la tragedia humana suman las consecuencias económicas. Sí, con tan poco neutralizan, como si se disiparan, el salvavidas de los ERTE en aquellos momentos tan duros, la reforma laboral que ha disparado la contratación indefinida, la estabilidad, frente a la precariedad y el despido libre, las subidas, sin precedentes, de las pensiones y del salario mínimo interprofesional, la decencia del mínimo vital, el éxito de la excepción ibérica para abaratar el coste de la luz, la histórica ampliación de las becas y la reducción de las tasas universitarias, la bonificación del transporte público, la valentía y la justicia de los impuestos temporales a la banca, las energéticas y las grandes fortunas, la rebaja del IVA de los alimentos básicos o los descuentos en el combustible para aliviar los efectos de la inflación...

Y la lista sigue, interminable, y toda, al completo, aunque lo nieguen, se ha desarrollado con el voto en contra del PP, con su ruido irresponsable, inmoral, y para demostrar -y desmontar tópicos- que la economía puede recuperarse, crecer, sin austericidios, sin dejar a nadie atrás. Pero, al parecer, nada se puede hacer, tan sólo convencer, persuadir, sin descanso, por tierra, mar y aire, hasta el domingo. Sí, porque no podemos aprender a no intentarlo, no, nosotros, los que queremos un mundo mejor, más igualitario, los que creemos en ello, no, porque quizás seamos su última esperanza. Y porque si bien no tenemos su fuerza bruta sí nos asiste la razón.

 

 

 

Pablo Pineda Ortega

Secretario de Memoria Democrática

PSOE de Huelva

La primera piedra

La primera piedra, la que nadie puede tirar, pues nadie está libre de pecado en un PSOE que, como Ulises, encantado por la música de las sirenas del capitalismo, atrapado por sus vientos, en apariencia favorables, pero traicioneros, inmerso en la vanidad de su ego, ha desdeñado a sus propias siglas; la que hay que rescatar de las ruinas de ese abandono de los principios y la consecuente debacle, de la incapacidad de asumir culpas que se empeña en proyectar sobre el mundo -o sobre otros candidatos- cuando son propias -y colectivas-… La primera piedra, la que encarna la apertura de las Casas del Pueblo para el debate, para la formación, para el análisis de lo local y de lo global y el hallazgo de soluciones -y no sólo para la irrelevancia de una huérfana pegada de carteles-; la del origen, para volver a colocarla, para comenzar, a partir de ella, la reconstrucción del proyecto socialista, el de siempre, el que no toma ninguna decisión trascendental, como son las políticas de pactos o el diseño de los programas, si no es el resultado de la participación directa de la militancia, de las bases -y no sólo de una elite iluminada por la gracia de sí misma-… Ésa es la primera piedra, sólo la primera, que ha de quedar implantada, sobre las cenizas del 1 de octubre, este domingo 21 de mayo.

El proceso de primarias, en este sentido, es decisivo. Aun definido -sin excepción alguna- no por presunciones de inocencia, sino de culpabilidad, ha de conducir, de manera inexorable, hacia la recuperación de esa esencia, hacia el enaltecimiento definitivo del significado del puño y la rosa como desenlace de la, con toda probabilidad, mayor crisis existencial del socialismo. Lo contrario, la ausencia de esa redención, lejos de al amor, abocaría a la muerte, porque ésa es la recia raíz -y, como tal, irrenunciable- de la que germinó, vigorosa, la rosa, hasta que lo institucional, la perversión del poder y la autocomplacencia de conquistas enormes, pero pretéritas, ha solapado lo orgánico y ha difuminado esa realidad hasta confundir a sus propios dirigentes, que ya no distinguen entre lo uno y lo otro. He ahí la magnitud de la cuestión, el ser o no ser, que se dirime sobre un tablero que supera los límites internos de un partido para abarcar a la sociedad, tan necesitada de la fuerza y capacidad transformadora de aquel PSOE en comunión con las clases trabajadoras, de la lucha conjunta, de esa complicidad histórica que siempre hizo que lo primero y lo segundo fueran lo mismo.

El mal, la concatenación de desastres, de derrotas -lo son, incluso, allí donde aún se deja a la sombra vencida, pues se estrechan distancias otrora siderales-, no radica en el fácil y vacío reduccionismo de rostros y nombres -con otros los resultados no habrían sido muy distintos-, y sí en la ruptura unilateral del nexo de unión con la mayoría social, de aquella alianza que situaba al PSOE, desde sus albores, como escudo y punta de lanza entre los poderosos y los débiles. Hay que buscarlo en el aislamiento, en el acomodamiento en los logros de ayer como justificación ante la incoherencia de hoy, en el uso nostálgico de tiempos románticos como discurso único, como si la quietud de su simple evocación bastara para ganar el mañana. Ahí, pues ahí es donde reside la razón del progresivo éxodo de votantes, todavía inacabado, en la mera lamentación -sin autocrítica ni, por tanto, atisbo de propósito de enmienda- por la irrupción de otras fuerzas que si han emergido es porque se ha dejado libre el espacio, en la pérdida -por renuncia propia- del liderazgo, al desnudo por la mirada de recelo al movimiento de indignación que surgía aquel 15-M de 2011, en cuyas plazas se le esperaba y, agazapado, para que no le chillaran -y, por ende, tampoco poder hablar-, no estuvo.

Solo cuando esté, cuando hile para "coser", no el partido, sino la fragmentación de la izquierda, cuando se acerque a ella, cuando en la terrible dicotomía en la que ésta se debate (y se abate) ponga la otra mejilla y le tienda, sincera, la mano, por numerosos y virulentos, por dolorosos, que puedan resultar los golpes de aquellos con los que se comparte viaje, ya sean de siglas ajenas o de las propias, por puentes que se derrumben, porque jamás el árbol hipócrita del odio ha de apartar del bosque, de la grandeza de esa causa común de la igualdad… Sólo entonces, sólo cuando el PSOE, como promulgaba Félix Lunar, no sepa "distinguir satisfactoriamente la fundamental línea divisoria entre los campos socialista, republicano, sindicalista, comunista y anarquista" y, como él, allá donde encuentre un grupo de hombres "peleando contra los curas y los ricos" se sume a ellos, sólo cuando eso ocurra otra vez, se volverá a percibir en su voz el timbre inconfundible -e indefinible- de la verdad humana y sólo entonces aglutinará de nuevo, en torno a las Casas del Pueblo, a los obreros, a los desheredados, a los jóvenes, a los que sufren y le gritan, porque siempre les ha escuchado, a quienes se han ido por eso, tan sólo por eso, porque ha dejado de estar.

La mala escuela

El PSOE, en su deriva, ha llegado por fin a puerto, mas no al de esa tierra prometida, ni siquiera avistada en su travesía, que materializa la utopía que persigue desde su partida, allá por el 2 de mayo de 1879, la de la luz de la libertad, la igualdad y la solidaridad plenas, sino al que prolonga, sin que se perciba cambio cromático alguno, las aguas tenebrosas por las que ha navegado en los últimos tiempos, décadas, incluso, la oscuridad. La dársena es sombría, tétrica, sin más música que el estruendo del doloroso y vergonzante aplauso de los burgueses, de la derecha, de los de arriba contra cuyos privilegios se rebela, de aquellos contra los que nunca ha cabido (ni cabrá) otra actitud por parte del socialismo, como ya proclamara el fundador del partido del puño y la rosa, Pablo Iglesias Posse, que la de la guerra constante y ruda, nunca la de la benevolencia (y menos ante la indecencia de su corrupción) que irradia la abstención que ha abocado a un nuevo Gobierno del PP. Éste es el triste desenlace de una formación que perece víctima de su propio ego, de la mala escuela, que se impone, que prevalece sobre la buena, la original, la que, a diferencia de la otra, no tiene más principio ni fin que la labor transformadora. No es otra que la misma de siempre, inherente a la condición humana, la del poder, que corroe, que, en su perversión, como cenit de su impudicia, le ha arrebatado hasta la democracia.

Ahí radica el cáncer del PSOE, en esa abominable elevación que convierte en elite, que ciega, a quien ha de defender a los de abajo, en esa cultura del pesebre de la que es rehén y que se extiende como la peor de las epidemias entre unos dirigentes socialistas que acaban afanados en perpetuar su statu quo, su sillón, porque no les queda otra (hasta se declaran, como José Blanco, poseedores supremos de una palabra que es colectiva), y dejan, en ese preciso instante, de ser reconocibles como tales para tornarse en ruinas de lo que fueron (si es que fueron). Lo ocurrido desde el lamentable Comité Federal del 1 de octubre no es, en este punto, ni mucho menos, un hecho aislado, sino una nueva manifestación, otra más, de esa enfermedad que arrastra desde muy atrás y que va camino, ante tal gravedad, de entrar en fase terminal. Ésta, y no otra, es la única ventura posible para una formación que, en su desvarío, ha caído en la comodidad de la autocomplacencia por conquistas pretéritas, como el estado del bienestar (del que olvida que no es acreedor exclusivo, pues fue fruto de aquel hermanamiento con las clases trabajadoras ahora caduco), que no supo adelantarse (ni legislar para evitarlos) a problemas que sobrevenían con la crisis como los desahucios o la pobreza energética, que acepta, como cómplice callado, las reglas del juego de un sistema capitalista neoliberal que, en su pugna por ampliar la concentración de la riqueza, ya no halla un enemigo ferviente y redistribuidor en una socialdemocracia europea desdibujada, que ha renunciado al objetivo primigenio de la transformación de la sociedad para limitarse a una mera y mediocre adaptación a la misma, que, en definitiva, ha dejado de ser útil para una ciudadanía que, de manera lógica, le da la espalda.

No obstante, hay células positivas, muchas, las que manan de las zaheridas bases, de las firmes convicciones de aquellos que, pese a todos los males, no cesan de pegar carteles y llevar los principios del puño y la rosa puerta a puerta, campaña tras campaña, de cada concejal que se desvive en su pueblo sin pedir nada a cambio, sin remuneración alguna, de los que han optado por quedarse, conscientes de que si no lo hacen, si huyen, ganan los otros. Ésa es la esencia del socialismo y en ese fuerte arraigo reside su esperanza, con remedios sencillos, muy simples, como la tan nombrada (no aplicada) limitación de los mandatos orgánicos e institucionales a un periodo máximo de ocho años o la supresión total de hasta la menor puerta giratoria. Bastaría con eso para clausurar para siempre esa mala escuela, para ahuyentar a quienes, sin más oficio que ése, se acercan a la política con el único interés de servirse a sí mismos, apartados de ese ideal de vida que pintaba con el fino pincel de su retórica el desaparecido Marcos Ana cuando sostenía que “vivir para los demás es el mejor modo de vivir para mí mismo; vivo mucho en la felicidad de los demás”. Bastaría con eso para realzar la buena, la de la formación real y permanente del afiliado, que se haría más imprescindible, más vital, ante la perentoriedad del relevo y la continua necesidad de forjar nuevos liderazgos.

La militancia camina. Es la única que puede hacerlo, porque es, lo ha demostrado una vez más, lo mejor del PSOE, al igual que de España, como decía el poeta Antonio Machado, lo es el pueblo. “Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”, alegaba. Y así es también, fiel reflejo de ese entorno que es el país que tanto le duele, en el seno del puño y la rosa, donde el despertar de las bases, la indignación y el compromiso manifestado (y reforzado) en estos meses convulsos, ha de servir para rescatarlo de la decadencia, para zarandearlo de tal manera que la horizontalidad intrínseca a su propia naturaleza, la máxima expresión de la democracia, se instale como un bien crónico en sus entrañas, para que las Casas del Pueblo se abran desde ya (y nunca se vuelvan a cerrar) para debatir y participar en cada decisión trascendental, en especial, las relativas a las políticas de pactos y el diseño de los programas, para que, dado el caso, a corto plazo, si así lo marcaran todos (y no unos pocos) con su voto, lo que fue una abstención se convierta en una acción en otro sentido, quizás hasta para afrontar una nunca descartable moción de censura. De ese grito de desesperación, de que esa voz cargada de verdad sea escuchada, depende que la llama del socialismo se alargue, viva, hacia el mañana. Lo contrario no sería más que dilatar la agonía, sumirla en el nostálgico silencio del sepulcro.

Exaltar la rosa a nueva vida

“¡Pobre rosa! De nada te han servido tus defensas, ni tus estambres, reclamando vida, ni las fragancias que en el alma escondes: el jardinero te troquela en ramo... para morir estática, sabiendo la tortura en que agonizas… Los ojos que te miran de sobra sabes que ya no te ven, final aborrecible siendo aún bella. En soledad mortal de cementerio hoy te han dejado, sólo para adornar una mortaja”. Estos trágicos versos de Azorín parecen escritos hoy para llorar el estertor del PSOE, de algo más que un partido, que unas siglas, de algo que, aunque haya quien, al más puro, y arcaico (o, quizás, no tanto), estilo absolutista, se autoproclame “la única autoridad” o quienes, como si de un señorío de aquellos contra los que nació se tratara, se otorgan a sí mismos el ominoso título de barones, no es patrimonio de nadie. Porque ni siquiera lo es de sus militantes, ni tan siquiera de sus votantes (los que todavía lo son y los que alguna vez lo fueron), sino de todos, de la sociedad, la misma a la que, desde que irrumpiera aquel 2 de mayo de 1879, como una luz de esperanza que ahora se apaga, ha transformado, construido, sobre la base de los tres pilares fundamentales e irrenunciables que lo levantan, la libertad, la igualdad y la solidaridad; la misma que, aún hoy, como nunca y como siempre, lo necesita vivo.

Pero está malherido. El ansia de poder, máxima expresión del egoísmo, se ha cernido, una vez más, sobre la grandeza de sus ideas y el espíritu de justicia que las anima en forma de devastadora tempestad para hacerlo jirones. El resultado, la consabida caída anunciada de Pedro Sánchez, del primer secretario general del PSOE elegido de un modo directo por las bases, sin votos delegados, que se empezó a fraguar con el golpe asestado con la dimisión de 17 miembros de su Comisión Ejecutiva y que culminó con la conformación de una gestora tras los sucesos del Comité Federal del 1 de octubre, fecha que quedará grabada a fuego en una familia, la socialista, que desde entonces nada entre las aguas de la pena y la vergüenza. Era el juego sucio de siempre, paradójico, cuanto menos, por su acuciado carácter antidemocrático en el seno de una organización que se define como adalid de lo contrario. El mismo que ya sufrieron, ejemplos de tantos otros, los denominados guerristas en su resistencia ante los renovadores, el que tumbó a Josep Borrell tras imponerse a Joaquín Almunia en aquella segunda mitad de los 90 para olvidar o el que padeció Carme Chacón en 2012 (y, curiosamente, se repiten algunos de los precursores, a los que se suman los alumnos aventajados que han aprendido en su escuela). Y, como en todas esas ocasiones, al descartar cualquier intento de gobierno alternativo al PP, aboca, si nada lo remedia, al mismo final, el triunfo de una derecha, la de aquí, indecente y corrupta.

“Observad la alegría con que los enemigos del socialismo esperan el desgarramiento de nuestro partido y, dando una muestra de elevado sentido, haced que esa alegría se trueque en tristeza”, dijo Pablo Iglesias Posse. “Coserlo” a balazos se antoja, en este sentido, una extraña manera de seguir la recomendación del fundador del PSOE. Como también lo sería la abstención unilateral de la dirección para favorecer la investidura de Mariano Rajoy sobre la bocina como “mal menor” ante la amenaza de una derrota todavía mayor de la izquierda en unas terceras Elecciones Generales. Esta decisión, un estigma que ahondaría (con el agravante de la reincidencia) en esa llaga, que aún sangra, de la reforma, sin el pueblo, del artículo 135 de la Constitución para anteponer la estabilidad financiera y la limitación del déficit al estado del bienestar, es de tal calado, tan trascendental, que no puede tomarse si no es con el aval de la militancia. Por dignidad democrática, y porque será ésta (lo que quede de ella) la que, como ocurriera entonces, más soportará sobre sus espaldas la cruz del desprecio de una mayoría social que, cargada de razón, se sentirá traicionada de nuevo, máxime cuando hay una tercera vía en ese dilema entre el morir de pie o el vivir arrodillado.

La oposición tajante de unos y el escepticismo de otros ante la posibilidad de materializar ese sueño romántico de la unidad de la izquierda, el tejido de una alianza progresista con Podemos e IU, ya sea apoyada en las fuerzas nacionalistas e independentistas (el no a éstas emerge como una falacia con aromas de excusa, pues no es ninguna novedad, y el portazo al diálogo, lejos de resolver el conflicto territorial, lo agranda) o con el concurso de Ciudadanos (y su bienvenida supuesta “voluntad regeneradora”), siembran una duda que no es, ni mucho menos, insustancial. La pregunta es, en su justificada o no demonización del partido morado (cuya agresividad no es muy distinta a la que en su día manifestara el PCE en su legítima aspiración de ocupar su lugar como referente de las clases trabajadoras), en la que obvian que, con ello, menosprecian también a los millones de votantes socialistas que, hastiados, han emigrado hacia él y dificultan, por tanto, su retorno, qué futuro quieren para el PSOE. Si desean su hundimiento definitivo para, quién sabe, erigirse en salvadores y sacarlo del fondo del océano o si, simplemente, navegan en la ensoñación de un optimismo desmedido y creen factible obtener, a corto o medio plazo, una mayoría suficiente para gobernar de nuevo en solitario (a pesar, incluso, de esa losa del sometimiento de aquellos a los que se debe, a los más débiles, a cuatro años más de mandato del PP). Este horizonte se vislumbra más como un espejismo, un ilusorio oasis en medio del desierto, que como una realidad.

No ha de ser esta muerte, no obstante, el desenlace. El miasma de las intrigas palaciegas de unos dirigentes históricos y territoriales que, en un ejercicio de deslealtad sin parangón, no han dudado en contradecir a un secretario general que no hacía más que cumplir con el mandato del soberano Comité Federal, ha despertado a unas bases que, en su indignación y de un modo abrumador, no están dispuestas a torcer el brazo y salir del rotundo ¡No a Rajoy y al PP! Una fuerza que, de dar el paso, y a diferencia de esa pobre rosa que ilustra con su poesía Azorín, sí puede hacer que sea el viento quien le arranque el pétalo hasta quedar desnuda y la abeja la que libe su jugo para polinizarla... De ello, desde luego, depende dejar atrás la tristeza que emana de los sepulcros de un país que se sume en la oscura noche, el hallazgo de esos anhelados rayos de sol que se esconden allá donde la vista no alcanza, se pierde, pero que están. Por ello, no es hora de marcharse, de que la militancia socialista se refugie en el exilio, huya, sino de que se quede, y de que vuelvan aquellos que, hartos, apesadumbrados, se fueron… Para, como en tantos otros tiempos infortunados y decadentes, entre todos, exaltar la rosa, que duele, y, con ella, España, a nueva vida.




Y como Judas, se sentaron en la mesa…

Y como Judas, se sentaron (y se levantaron) en la mesa. Y como tales serán recordados aquellos que troquelaron la rosa en ramo para, con el curso de las aguas de su prepotencia, no abocarla a otro fin que el de adornar, marchita, una mortaja. Y como tales han de ser combatidos.

No con la huida, que celebrarían con el tendido de puentes de plata, alegres, ellos, que se autoproclaman, que se otorgan, como si de su propio cortijo se tratara, el ominoso título de barones, sino con la lucha.

Porque el PSOE no es -ni será- de ellos. Por eso, hoy, más que nunca, no sólo no es el momento de la retirada. Por eso, hoy, ha llegado el momento, inaplazable, de que, los que aún estamos, nos quedemos; y de que aquellos que se fueron, hartos, apesadumbrados, regresen. Volved, todos, para que no venzan ellos.

Volved, para ganar, con la fuerza de todos a los que nos duele la pobre rosa. Volved, con el puño cerrado, para acabar con la vergüenza de la aborrecible tortura en que agoniza. Volved, socialistas, para exaltarla a nueva vida.

La puta política

“Porque no es verdad que quien calla otorga. El que calla sufre”. Las palabras con las que Manuel Griñán, hijo del expresidente de la Junta de Andalucía José Antonio Griñán, se desahoga ante el proceso que rodea a su padre, rezuman ese coraje, esa rabia contenida, esa cierta impotencia, que tantas veces, en tantos momentos, ha anidado en quienes tenemos la suerte de ser hijos de hombres que, por vocación, allá por los años 70, en un tiempo oscuro en el que la luz de las buenas personas se antojaba imprescindible, optaron por consagrar su vida a la política, a servir a los demás, sin más interés que el de aportar su grano de arena a la transformación de la sociedad, desde su pequeño pueblo, desde su comarca, desde su provincia o desde su región.

A la política, sí, pero también a su hermana mala, a la “puta política”, ésa que le arrebata a un niño la figura de su padre, porque lo absorbe por completo (y hasta lo hace envejecer), en los años en los que, precisamente, más cerca lo necesita y le hace dejar atrás (o, en el mejor de los casos, distanciarse) la escuela y los amigos con los que ha dado sus primeros pasos… A la “puta política” que lleva a escuchar o leer bajezas, la mayoría de las veces (o, incluso, todas) sin argumento alguno que las sustente, procedentes del oponente, de quienes confunden lo ideológico con lo personal y acaban instalados en la irracionalidad del odio y el rencor.

La “puta política”, ésa que, no obstante, se ve contrarrestada por la honestidad, por esa virtud real que muchos, interesadamente, intentan solapar bajo la falacia del “todos son iguales”, por las infinitas muestras de honradez que, desde pequeño, has ido acumulando en tu día a día, año tras año, década tras década, junto a él. Esa “puta política” que siempre quedará velada por la conciencia tranquila, por la garantía de conocer a tu padre, por la admiración que, como hijo, sientes por ese hombre que, en parte, en cierta medida, ha renunciado a ti y a tu familia por esa “puta política”, que ha asumido ese sacrificio cuyas consecuencias sobre ti le pesan a él más que a nadie.

Esa “puta política” que, en mi caso, se ve vencida, con creces, por el ejemplo. Por esa bendita referencia que te acompaña desde que naciste y que lo hará hasta que mueras. Por ese espíritu de rebeldía que has mamado desde tus primeros días, desde tu cuna. Por esa integridad y esa puesta continua de la otra mejilla ante cualquier puñalada, por trapera que resultara, por esa loable “estupidez”, por esa fidelidad a los propios principios, por esa coherencia y esa lealtad a uno mismo, por elegir siempre morir de pie antes que vivir de rodillas.

Vencida, así queda, por ese ejemplo que te lleva a no perder la esperanza, a mantener la convicción de que la política, la verdadera, la buena, la sincera, es el único arma que tiene la mayoría social, los de abajo, los desheredados, frente a los abusos de la minoría, de las clases privilegiadas, de los poderosos, porque sin ella es inalcanzable la igualdad. Por ese ejemplo que, tal vez, seguro, me ha llevado a seguir ese mismo camino, el de la utopía, el del sueño de construir un mundo mejor, no para los que estamos, que quizás nos vayamos sin disfrutarlo, sino para los que vendrán después, para nuestros hijos y nietos, pues, aunque nos condenemos, a nosotros y a ellos, a la soledad de la “puta política”, si alcanzamos esa meta, el martirio habrá merecido la pena. Para todos.

Responsabilidad

Si el PP de Mariano Rajoy, como partido más votado, vuelve a fracasar, vuelve a ser incapaz de recabar los apoyos suficientes, si vuelve a constatarse su aislamiento, su merecida soledad, el PSOE está en la obligación de intentar formar gobierno. Éste es el único ejercicio de responsabilidad que se le puede reclamar como fuerza alternativa a las siglas de la gaviota. Sólo éste, nunca el de facilitar el acceso al poder de su antítesis, ni por acción ni por omisión, nunca ser cómplice de una nueva legislatura con quienes tanto daño han hecho al frente, bajo el mando de quienes tanto sufrimiento han generado al pueblo.

Rajoy sólo puede recibir un “¡No!” –y rotundo– de los socialistas. Por coherencia, porque hacer lo contrario, ir más allá de donde nos corresponde, lo pida quien lo pida, sería una traición a nosotros mismos, un suicidio. Porque quien ha mirado a lo largo de toda nuestra historia a los problemas de la gente, de las clases trabajadoras, quien ha construido cada derecho social de nuestro país no puede dar el más mínimo aliento a quien se ha opuesto a los mismos y los ha destruido en cuanto ha tenido la oportunidad, a quien no sólo ha dado la espalda a la mayoría, sino que hasta la ha sometido para sembrar privilegios, para beneficiar a esas minorías a las que se debe, para hacerlas más poderosas, para alimentar su opulencia a costa de la miseria del resto.

Sólo eso, ser lo que es, la alternativa, se le puede exigir, por tanto, al Partido Socialista que encabeza Pedro Sánchez. Sólo eso, lejos del insulto de esas envenenadas llamadas a una supuesta responsabilidad ante la situación de bloqueo institucional y el riesgo de unas no queridas por nadie (por el PP tal vez sí) terceras elecciones generales. Sólo eso, más allá de la ignorante, interesada, cavernaria e inmoral presión externa que se atreve, sin derecho alguno, a decirle al PSOE lo que ha de hacer. Sólo eso, lejos de las internas voces cegatas (o demasiado iluminadas) que abogan por una rendición que sería imperdonable no ya porque abocara al puño y la rosa a una mayor zozobra, a una más que probable muerte, sino porque, en su inmolación, entregaría como rehén a la ciudadanía.

Y en este punto, las palabras con las que el número dos de Podemos, Íñigo Errejón, reconoce que en las negociaciones de la pasada primavera “deberíamos haber tenido más flexibilidad” emergen como un haz de esperanza para quienes creemos en la unidad de la izquierda, una utopía que en los tiempos actuales de dispersión en los que ninguna formación tiene suficiente fuerza para derrotar por sí sola al PP deja de ser recomendable, conveniente, para erigirse en imprescindible, porque sin ella sólo hay un horizonte posible, la perniciosa victoria de la gaviota, la desigualdad. No la aplacemos más, por tanto, y sumemos, si es preciso, el sí o la abstención de cuantos manifiesten un compromiso sincero contra la indecencia, para, entre todos, erradicarla.

No la aplacemos, por consiguiente, ni un segundo más, o, de lo contrario, proseguiremos el troquelado en ramo de la rosa, el perverso arranque, con nuestras propias manos –las mismas que prometimos, que juramos, levantar para conquistar la libertad–, de cada uno de sus pétalos para dejarla marchita. No la aplacemos más, o no seremos mejores que ellos, o acabaremos convertidos en ellos, por no evitarlos, por no combatirlos, por no vencer su sombra, por perpetuar la oscuridad cuando hay luz para aplacarla. No la aplacemos más, o seremos –quizás ya sin lugar a la redención– tan verdugos del pueblo como lo son ellos.

Fumata negra

Fumata negra

Habemus acordatio. Del PSOE, empeñado en dibujarse como una izquierda moderada, de centro, razonable y responsable, que en su adaptación a la modernidad, en ese tránsito, difumina, aparca, la meta de las transformaciones sociales perseguidas y auspiciadas en aquella romántica época de lucha de clases, obrera, dejada atrás por las muchas conquistas logradas, mas inacabada. Porque es interminable, ya que siempre habrá quien quiera propulsar el retroceso a aquellos tiempos, aunque lo parezca, no tan remotos (véase, por ejemplo, la última legislatura del PP y la desigualdad generada en apenas cuatro años). Con Ciudadanos, la nueva marca, la versión maquillada y, por tanto, limpia (y, como tal, necesaria para romper un monopolio enfangado por la suciedad de la impudicia como el de la gaviota) de la derecha de siempre. Habemus pactum. Pero para la fumata negra. No blanca. Porque no derivará, no por sí solo, en la elevación de Pedro Sánchez hasta el Gobierno. Al menos, no en primera instancia. No en primera vuelta.

No salen las cuentas: 130 diputados no bastan. Ambos, todos, pues, de lo contrario, habrían de ser catalogados como los más torpes (o aventajados) de los onagros, lo saben. Habemus, en consecuencia, estrategia. Nada más. Un movimiento más en esta partida de ajedrez que se dirime en un tablero, bajo una espiral de incoherencias constantes, en un laberinto de diálogo obligado, de precipitación, de vertiginosos e incesantes cambios de pareceres, de múltiples jugadores que, sumidos en el frenesí de la inmediatez, de la irreflexión, caen y recaen, una y otra vez, en el lastimoso donde dije digo..., en la ligereza de principios, en su prostitución. Porque no sirve para poner fin a la era de Rajoy con la investidura de un nuevo presidente, socialista, la única opción sin mediar un paso por las urnas (lo cual, dicho sea también, emergería como una traición al pueblo, como un cuestionamiento de su propia inteligencia, como la no aceptación de su soberanía y su mandato). O, lo que es lo mismo, habemus nada. O mucho.

El contenido, es cierto, recoge la esencia del programa del PSOE, de ese contrato que desplegó ante la ciudadanía el pasado 20-D. No es de máximos. Es insuficiente. Sí. Aunque tampoco de mínimos. Tal vez, incluso, hasta ceda más la formación naranja, que se muestra así como una derecha más templada para ganarle ese espacio a un PP soberbio, prepotente, cegado por la desfachatez del rodillo de su mayoría absoluta. Para los socialistas, quizás, sí, adolece de falta de ambición, presenta inconcreciones que siembran dudas, que abren incógnitas, sí; ahora bien, que conceden también una coartada para, en la práctica, agitados por los vientos contemporáneos de promesas incumplidas, de papeles mojados, ir más lejos en una hipotética acción de gobierno. Hay sombras y luces, por supuesto, pero no importa. Porque el acuerdo no deja de ser una declaración de intenciones a la postre, si fuera preciso (lo será), matizable, ampliable. El texto, más progresista o más mesurado, al fin y al cabo, es lo de menos. Porque no es realizable. No por sí mismo, por la sola fuerza de quienes lo suscriben. Y, como tal, está condenado a sufrir (o celebrar) modificaciones sustanciales si otros se adhirieran o, si no, directamente, a ser reemplazado por otro bien distinto.

Sólo cabe una mera cuestión tacticista, o eso anhelan, al menos, aquellos que confiaban, y confían, en la alianza de la izquierda. La maniobra, desde luego, no aporta la victoria en esta guerra, pero sí lleva a Pedro Sánchez a ganar pequeñas batallas de cierta trascendencia en un contexto en el que todo pende sobre un hilo. La aquiescencia de Ciudadanos aísla, arroja al ostracismo a un PP que se ve desprovisto de su último cartucho, de su único sostén posible. Lo lanza al abismo de la soledad (la misma en la que ha estado instalado estos años, aunque ahora sin su supremacía), a la celda de la oposición, para que, denostado, cumpla la merecida condena por su indecencia manifiesta. Y así, en paralelo, aplaca la presión, acalla esas posiciones canallas que abrazaron los mal llamados barones y ruinosos pesos del pasado (de ese denominado aparato del que es esclavo y del que ha de liberarse sin mayor dilación) en su recelo exagerado, más o menos justificado, pero exagerado, hacia Podemos (también alentado por la propia formación morada para desgastar al PSOE, que no deja de ser su principal competidor, con determinadas exigencias, cuanto menos, censurables). Todo, a la vez que obtiene el beneplácito, imprescindible, de la firma naranja para aquellas reformas (como las de la Constitución) que requieren una mayoría aplastante.

Estrategia. Para superar escollos, para perder la primera votación y luego volver al encuentro con la izquierda y sellar ese pacto natural en segunda vuelta, ya con Ciudadanos sin otra salida que la de erigirse en actor cómplice. Éste es el deseo, la esperanza, el único atisbo de luz de quienes asistieron, perplejos, estupefactos, a la puesta en escena del acuerdo. Ésta es la única explicación aceptable (y hasta viable, ante una más que improbable, por paranormal, enajenación mental que llevara al PP a dejar vía libre a Sánchez). No hay otra. La militancia no entendería otra. Lo contrario sería el suicidio, la muerte sin remedio. Sólo vendría a sumir a esas bases, a los socialistas sinceros, a los de firmes convicciones, a los que creen en aquella palabra de Pablo Iglesias Posse (y tantos otros) que rezuma verdad humana, en la decepción definitiva, en un desencanto terminal. Requeriría que toda esa indignación, la rabia acumulada, se torne en compromiso, activo, apasionado, vehemente, imparable, para sacudir, para, con ese puño, zarandear el árbol desde sus entrañas y amputar hasta la última de esas hojas caducas, decrépitas, que enmohecen la rosa, la grandeza de sus principios.